Sí,
coincido con usted, al fútbol le podemos adjudicar una interminable retahíla de
descalificativos hasta quedarnos afónicos. No es discutible, es una evidencia. Y
basta asomarse a los periódicos de los últimos días, haciéndose eco de la trama
de apuestas ilegales en la que hay jugadores y clubes implicados, prestándose
por dinero a ultrajar todos los valores que deben ser inherentes a cualquier
deporte. Porque el fútbol, lo queramos o no, nos guste o no, sigue siendo un
deporte. Tampoco nos pongamos a repasar esos descalificativos, o a resumirlos,
que este artículo, como la vida, es breve, y con la boca llena de vinagre se
disfruta mucho menos. Hablemos de emociones, y el fútbol también entiende mucho
de eso, a pesar de la retahíla de descalificativos, y tampoco es discutible.
Porque eso es lo que nos atrapa del fútbol, lo que vence a toda la infamia que
guarda en la recámara, repleta de esos personajes con millones amasados sin
escrúpulos, la exhibición de lujo cateto, las comisiones desmesuradas y demás
carroñas. Emociones que van de la sencillez, y hasta la inocencia, de ese niño
que estrena sus nuevas botas o que cuela su primer gol o la emoción de ganar
una final continental. Emoción, a raudales, como la que nos regaló la pasada
semana el Córdoba Futsal. A diferencia del otro equipo, el de fútbol, en muy
poco tiempo ha ascendido desde todas las categorías inferiores existentes hasta
llegar a la cima del fútbol sala nacional, que es donde estará la temporada que
viene. Enorme el trabajo y sacrificio de estos deportistas puros, inmunes a las
inclemencias, que nos han ofrecido esta alegría tan mayúscula. Es justo
reconocer, igualmente, la labor, el enorme empeño y dedicación de su directiva,
capitaneada por su presidente, José García Román, que ha sabido conducir con
mano firme y con mucha imaginación, bendita virtud cuando el dinero escasea,
para convertir en realidad lo que todo apuntaba a inaccesible utopía.
No
voy a hablar del Córdoba, de nuestro equipo descendido, que aun tratándose de
una profunda y sentida emoción, es triste, y hoy quiero recuperar emociones
alegres. Como la que le ofreció el Valencia a toda su hinchada, como inesperado
ganador de la Copa del Rey. La confianza en el trabajo de Marcelino, siempre la
solución no pasa por cesar al entrenador, ha evidenciado ser clave para haber cosechado
este título, así como para ocupar plaza en la próxima Champions League. Título
que, en esta edición, fue especialmente emocionante, mucho, en sus semifinales.
El Liverpool consiguió lo que parecía imposible, levantar un 3-0 adverso ante
un Barcelona ausente. Tottenham y Ajax, por su parte, nos ofrecieron una de las
semifinales más emocionantes de los últimos años, solo resuelta sobre el pitido
arbitral, como gran ejemplo de ese refrán que habla del rabo del toro. Recientemente,
hemos contemplado con envidia, con mucha envidia, lo reconozco, la incontenible
y gaseosa emoción de Granada y Osasuna, otra vez en Primera División. Podremos
contar que lo vivimos, pero no nos sirve de nada para construir un futuro
sólido, sobre todo cuando el presente actual es barro y lodo.
Disfruté,
desde la emoción, y desde la sorpresa, lo reconozco, la final de Copa de fútbol
femenino, entre la Real Sociedad y el Atlético de Madrid. Por todo lo que
supone y representa. Retransmisión en horario de máxima audiencia desde una
cadena nacional, estadio a reventar, calidad a espuertas, todo bien, pero yo le
sigo poniendo un reparo, porque quiero y deseo que vaya a más el fútbol
femenino. Tiene que dar un paso más adelante y también que ocupar los otros
espacios del mundo del fútbol, más allá del césped. Estoy deseando ver equipos
femeninos con entrenadoras, que no sea un hombre quien da las indicaciones o
decide quiénes juegan. Se han dado pasos, muy grandes algunos, y ése también hay
que darlo y cuanto antes mejor. Y hasta aquí algunas emociones futboleras, que
nos han congregado y erizado la piel recientemente. Insisto, envidio las
emociones ajenas y las que nos deparó la infancia, esas primeras veces, cuando
todo es un universo limpio, sin polucionar.
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