Escueto,
duro, rotundo, a plomo. Contundente, irrebatible, pesado, desolador. 1.000.
Incuestionable, insostenible, inimaginable. El Gobierno confirmó la pasada
semana que la mujer asesinada en Valdeolleros, Córdoba, sí, Córdoba, Andalucía,
España, el pasado 14 de junio, fue la víctima número 1.000, sí, he escrito
1.000, desde que se contabilizan las víctimas como violencia de género como
tal, hablamos del año 2003. No ha pasado tanto tiempo, no. En solo 16 años
hemos alcanzado tan terrible cifra. 1.000. Ella se llamaba Ana Lucía, y antes
fueron asesinadas Pilar, Carmen, Dolores, Juana, Rafi, Ana, Concha, Lucrecia, Fabiana,
Dulce, Manuela, Sofía, y demos la vuelta a todos los nombres imaginables de
mujer hasta llegar a 1.000. Él, el asesino, paradojas del destino, se llamaba
Salvador. Pocas veces un nombre estuvo tan mal escogido. Después, cometido el
crimen, impuesto su poder, conseguido el objetivo, como si ya no le quedara
hacer nada más en esta vida, tal vez ya no le quedara más que hacer, o todo fuera
peor, acabó con su vida. No era a la primera mujer que asesinaba, veterano en
el horror. En 2002, Salvador, cómo podía llamarse así, asesinó a una anterior
pareja. En 2002 la violencia de género todavía no era violencia de género,
tipificada como hoy, concretada, era otra cosa, inmersa en un amasijo de causas
y efectos, de supuestas emociones y contradicciones. Todos esos argumentos que
escuchamos durante tantos años en las coplas, en los tangos, crímenes por amor,
nos contaban, como si el amor y el crimen fueran parte de una misma cosa, y no.
Si
cualquier grupo terrorista, en cualquier país del denominado primer mundo, los
otros no cuentan, claro, hubiera asesinado a 1.000 personas, 1.000, en 16 años
de lucha armada nos encontraríamos ante una tragedia de mayúsculas
consecuencias. Una tragedia que habría requerido de planes extraordinarios,
cooperación internacional, expertos y curtidos mediadores, presupuesto
especial, todo tipo de recursos, tanto económicos como humanos. Y todos los
esfuerzos los entenderíamos como algo lógico; todos pensaríamos que es lo “que
tenemos que hacer”, lo necesario, cualquier cosa con tal de acabar con la
barbarie y la sinrazón, por supuesto. O pensemos en un fármaco, desastre
natural o en una extraña y desconocida enfermedad que acaba con la vida de
1.000 personas, tratemos de realizar ese ejercicio mental. En todos los casos,
nadie pondría en tela de juicio la terminología, habría consenso en torno a las
medidas a adoptar, y se exigiría, por parte de la ciudadanía, que se actuara
con rigor, contundencia y celeridad. Sí, lo haríamos, porque 1.000 personas
muertas son una tragedia inconcebible. ¿Verdad que lo es, que no admite
prismas, ni divagaciones ni nada de nada? ¿O es que la cosa cambia cuando se
tratan de 1.000 mujeres asesinadas por 1.000 hombres?
En
muchos países del mundo, algunos de ellos dentro de la exclusivista definición
“primer mundo”, siguen sin concretar la definición violencia de género. En
muchos países del mundo la violencia de género sigue siendo ese asunto que
forma parte de la intimidad de las parejas, de las familias, y por tanto se
juzga de esa otra manera, ateniéndonos a otra forma de entender la Ley. Como
sucedía en España durante tantos y tantos años. Visibilizar y denominar la
violencia de género es estar del lado de las mujeres que la padecen, todo lo
demás, con la nomenclatura que se quiera, supone regresar al pasado y volver a
cuestionar, o no querer ver, la raíz del problema. Se llama dominación,
imposición, se llama machismo. Ese es el verdadero y único origen. El machismo
es el signo + de esta terrible cuenta que seguirá creciendo, sumando. Pronto la
1.001, la 1.012, la 1.048, con sus nombres y apellidos, con sus horrores
padecidos con anterioridad, con sus huérfanos, que también son víctimas. Ni un
paso atrás, ni una menos.
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