Creo
que ya nadie puede dudar de que las tendencias audiovisuales de, especialmente,
las dos últimas décadas han cambiado hacia otros modelos que jamás habríamos
podido imaginar en el pasado. Y es que ha cambiado todo, tanto los formatos,
como los géneros, como los canales y plataformas de exhibición, sobre todo.
Hace veinticinco años nos habría costado imaginar Netflix o HBO, que en
realidad no dejan de ser, si uno se detiene un instante a pensarlo, una
evolución de aquellos videoclubes que poblaban nuestras ciudades, no hace
tanto. La de horas tratando de buscar una película en las estanterías. Ahora el
almacén, el contenedor, el videoclub lo tenemos en casa, y podemos acceder a su
contenido sin levantarnos del sofá, sabiendo utilizar el mando a distancia (que
a veces no es tan fácil, por otra parte). Pero es que hace veinticinco años no
podríamos haber imaginado, ni remotamente, que el mejor cine, o las mejores
producciones audiovisuales, especifiquemos, nos llegan desde las series de
televisión y desde la animación. Y sobran los ejemplos. Uno de ellos es
Chernóbil, la miniserie que ya muchos sitúan en el olimpo televisivo, y con
razón. Impecable, devastadora, amarga y dolorosa, de una pedagogía y de una
narratividad tan sutiles como precisas. Y un gran ejemplo, en cuanto a la
animación, lo encontramos en Toy Story, en cualquiera de sus entregas, también
en la cuarta que acaba de llegar a los cines.
Amor,
que todo lo puede. Amor, que nunca se olvida, que siempre late, a pesar del
tiempo y de la distancia. Amor, como señal en el camino. Otra dirección, una
nueva vida. Pixar se ha convertido en el Nadal de la animación: nunca falla.
Película tras película, la calidad no mengua, los argumentos nos siguen
sorprendiendo, la actualización del discurso es permanente y la sensibilidad y
emoción que consiguen transmitir solo está al alcance de unos cuantos
privilegiados. Qué delicia, qué derroche, qué peliculón es la nueva entrega de
Toy Story. Una vez más, pleno, cuatro de cuatro. Otra vez he vuelto a sonreír,
a reír a carcajadas, a tener miedo, mucho miedo, a contener la respiración;
otra vez he vuelto a llorar, sí, a lágrima tendida. Les perdono a Pixar todos
los sofocones finales que me han provocado por todo lo que me han entregado a
cambio. Lo que no les perdono, de ninguna de las maneras, es que hayan tardado
nueve larguísimos años en volver, impondría que, por Ley, hubiera un Toy Story
como poco al año, y hasta mensualmente. En un mundo tan plano como el que
vivimos, de tan escaso latido, hasta el punto de convertir a las redes sociales
en el canal de riego de nuestro corazón, los creadores de Pixar nos enseñan que
aún es posible la magia, que la infancia puede ser un estadio permanente, una
forma de mirar el mundo, limpia, desde la inocencia, desde una infinita y sana curiosidad.
Con una sonrisa en los labios, y no como coraza, como actitud, como forma de
estar en el mundo.
No
sería capaz de evaluar quién disfrutó más Toy Story, si mis hijos o yo. Pixar
sí que ha conseguido eso que nombran tanto los políticos: la transversalidad.
Películas globales, que como si fueran cebollas cuentan con diferentes capas o
pieles que se adaptan a la edad, sensibilidad y sentido del humor de todos los
espectadores posibles. Consiguiendo que muchos adultos hayan encontrado la
excusa para ir de la mano de sus hijos para dejarse atrapar de nuevo por el
mágico universo de estos juguetes que ya forman parte de la historia del cine.
A modo de acompañamiento vital, desde 1995 nuestros hijos, y también nosotros
mismos, hemos crecido junto a Woody, Buzz Lightyear, Betty, Jessie o el Señor
Patata, pasando las fronteras de la infancia, la adolescencia y la juventud. Y
todo ello, no puedo olvidarme de él, al son de la música del siempre vitaminado
Randy Newman, ese incansable compositor que ha encajado como mano en guante en
Toy Story. Una historia que es un fecundo oasis en el desierto en el que hemos
transformado nuestra rutina.
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