Aunque sus primeras novelas tuvieron un cierto
predicamento: algunas apariciones en los periódicos y varios centenares de
ejemplares vendidos, desde hace unos años el novelista pierde todos los días la
batalla contra la pantalla en blanco. Y es que todos los días lo sigue
intentando. Apenas 20 páginas, anémicas de historia, colmadas de rodeos, es la
pingüe cosecha de los últimos, muchos, meses. Y eso que cada poco, tras leer en
prensa o ver la secuencia de una película o serie que le llama la atención, el
novelista cree haber dado con esa semilla que al final acabará floreciendo en
forma de novela. Poco más de 20 renglones redactados, cuando todo se desmorona,
como un castillo de naipes ante el iracundo paso de Irma. Fuma y fuma el
novelista en la terraza, mientras contempla la calle, como si esperase
encontrar en los que transitan por las aceras, o en las puertas de los negocios
que se abren y cierran, esa noticia, ese suceso, por insignificante que sea,
que encienda la mecha de una hoguera literaria. Pasaron los días, las semanas y
los meses, más de un año, hasta que en una mañana templada de mayo el novelista
encontró en la bandeja de entrada de su correo electrónico un mensaje, remitido
por Jonathan Brest, en el que se podía leer, a modo de resumen: soy miembro de
la British Ambassadorol Delegates y quiero invertir en tu país, que está
creciendo notablemente, contacto contigo para que
me ayudes a construir y administrar mi proyecto de inversión en tu país, quiero
saber si puedo confiar en ti y si eres capaz de manejar tales proyectos, para
así darte los detalles completos de la inversión. No le sorprendió al
novelista el texto, más que acostumbrado a recibir correos similares, pero sí
que no se hubiera colado directamente en la bandeja de spam, en la
bandeja principal, y que estuviese redactado medio decentemente. Aún creyendo
que estaba siendo objeto de una broma o estafa, el novelista respondió a la
misiva: estaría encantado de poder ayudarte.
Tras otro día de pantalla en blanco y multitud de cigarros
consumidos en la terraza, el siguiente comenzó con un nuevo correo de Jonathan
Brest, en el que tras agradecerle su pronta respuesta le señalaba que si iban a
compartir un negocio, lo más adecuado era conocerse mínimamente. Mira el
archivo adjunto, concluía el correo. En un archivo de Word, titulado “Mis
primeros años”, Brest narraba a lo largo de 15 páginas sus primeros duros años
en Senegal, miembro de una familia de escasos recursos, las escenas de guerra
que había contemplando casi siendo un bebé, las penurias para ir al colegio
cada día, y el traumático suceso que padeció al cumplir los 8 años, cuando fue
secuestrado por un pirata y contrabandista Libanés. Leyó el novelista las 15
páginas de un tirón, ensimismado en una lectura que, aunque bronca y mal
redactada, estaba cargada de emoción, sinceridad y, sobre todo, intensidad,
pasaban muchas cosas y todas ellas muy llamativas. El novelista, consciente del
tesoro que tenía entre las manos, infinitamente superior al que le pudiera
deparar ese supuesto negocio que seguía considerando una estafa, abrió una
nueva carpeta en la pantalla del escritorio que tituló: nueva novela. Copió el
texto de Jonathan Brest y comenzó a rescribirlo, en tercera persona y en
pasado, con las “comas” en su sitio. Te llamarás John Lorg, dijo y, colmado de
felicidad, encendió un cigarrillo.
La estéril y prolongada sequía creativa dio paso a un
torrencial periodo de escritura compulsiva. Cada mañana, el novelista recibía
10, 15, 20 páginas, la vida de Jonathan Brest, contada ordenadamente, que
posteriormente reinterpretaba, a través de su John Lorg, un alto y atractivo
hombre de negocios hecho a sí mismo, nacido en Guinea Ecuatorial. Lo que jamás
habría podido imaginar, sucedió: en apenas quince días, el novelista contaba con
una novela con más de 200 páginas, a la que solo le faltaba el capítulo final,
la que debía trasladar la historia al presente. De repente, y sin previo aviso,
era martes, cuando el novelista despertó no encontró un nuevo correo en la
bandeja de entrada. Tampoco el siguiente, ni dos, tres y cuatro días después.
Pasada una semana, angustiado por el vacío y el silencio, el novelista escribió
a Jonathan: ¿estás bien? Quiero que me sigas contando tu historia. No habían
transcurrido ni treinta segundos, cuando obtuvo la respuesta: eso te toca a ti
hacerlo. Y el novelista, abrumado y desconcertado, encendió un cigarrillo y
comenzó a escribir.
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