Viernes por la noche, la avenida que conduce al centro de la ciudad, una linterna, números escritos en la madera, una terraza, el desconocido vecino de enfrente, un ritual...
Como todos los viernes, pasada la medianoche, tras
comprobar que sus hijos ya duermen, Juan y Lucía salen a la calle y se dirigen
hasta la que fue su casa, al final de la avenida, en dirección al centro de la
ciudad. Como todos los viernes, durante el trayecto, no más de que quince
minutos a paso ligero, no hablan: solo miran a los que se agolpan en los
veladores de los bares, a los que fuman y charlotean amistosamente a la salida
de los restaurantes, a los que simplemente pasean. Y los miran con una cierta
melancolía, tal vez tristeza, cuesta adjudicarle un sentimiento concreto,
unitario, a esas miradas. Como todos los viernes, desde hace tres años, tres
años ya han pasado, tan lentos y tan rápidos al mismo tiempo, Juan y Lucía se
detienen en la entrada de un edificio espigado y moderno, acolchado en cristal
y metal, el número 2 de la avenida, que alberga 54 viviendas, distribuidas en
seis plantas. Como todos los viernes, antes de encajar la llave en la cerradura
de la puerta de entrada, como soldados en la misión más peligrosa, Juan y Lucía
se percatan de que no haya nadie cerca, en las inmediaciones, y que el portal
permanezca a oscuras, tal y como sucede en este preciso momento. Entonces, si
se sienten a salvo, solos, y siguiendo el ritual de todos los viernes por la
noche, Juan y Lucía se plantan de dos saltos en el ascensor y cuentan los
segundos, con algo de angustia, de inquietud, hasta que la puerta se abre ante
ellos y, a continuación, llegan hasta la cuarta planta. No ser descubiertos por
los que fueron sus vecinos, ese es el reto. Y como todos los viernes, abren muy
lentamente la puerta del ascensor, se cercioran de que el pasillo se encuentre
a oscuras y vacío, siguen siendo esos temerosos soldados en la misión más
peligrosa, y a toda prisa se dirigen a la izquierda, a la puerta que está
rotulada con la letra D. Lucía extrae de su bolso el manojo de llaves, las
aprisiona con fuerza para que no suenen, busca la plana, la de multitud de
orificios, la de seguridad, tan diferente a la actual, escueta, y la introduce
en la cerradura. Como todos los viernes, nada más acceder al interior de la que
fue su casa hasta hace tres años, Juan y Lucía se abrazan en silencio, durante
un par de minutos. Es un abrazo triste y lastimero, doloroso y dolorido,
compartido.
Lucía pone en funcionamiento una linterna con la que
recorre, junto a Juan, su marido, el que fue su hogar. Aunque todos los viernes
trata de evitarlo, Lucía alumbra la puerta del dormitorio que durante varios
años compartieron sus hijos. Elena, Jorge, dos, tres, cuatro años, 84, 96, 107
centímetros, tatuado mediante arañazos en la madera del marco. Y buscan en las
paredes, en las esquinas, en las puertas, esos recuerdos de sus vidas en esta
casa vacía que huele a silencio y a soledad. Y, como todos los viernes,
concluyen su nocturna y fugitiva visita en la terraza. Esa terraza en la que
fueron tan felices, tantos y tantos viernes tan diferentes al actual. Pedro, el
vecino del edificio de enfrente que nunca conocieron personalmente, pero al que
Lucía y Juan le imaginaron docenas de empleos y aficiones como si se tratara de
un juego, un viernes más vuelve a contemplar entre las penumbras la visita de
los que fueron sus vecinos. Seguía Pedro con atención el devenir diario de la
familia. Aún si hijos, los recuerda Pedro cenando en primavera, en la terraza,
charlando amistosamente con otras parejas, felices. En el silencio de la noche,
pudo escuchar con claridad sus conversaciones, y en más de una ocasión estuvo
tentado de tomar parte, pero nunca lo hizo.
Desde su terraza, mucho más pequeña, vio Pedro como los
hijos fueron llegando y fueron creciendo, como cambiaron el cierre y los
estores, como instalaron unos botelleros de acero en la pared, como durante
todo el mes de agosto desaparecían. Y también empezó Pedro a ver, solo unos
pocos años después, como Juan pasaba las mañanas en casa, fumando y fumando en
la terraza, como Lucía dejó de ir al gimnasio, como la chica de la limpieza ya
no iba todos los martes y jueves, como las botellas dejaron de apilarse en el
botellero, como las cenas de los viernes no volvieron a tener lugar. Contempló
Pedro como la terraza que tantos buenos ratos le había procurado, esa terraza
que envidiaba, se había convertido en una muy parecida a la suya, y que el
contemplarla le reportaba una sensación similar a la de situarse frente a un
espejo. Aún así, cada viernes espera que la linterna se abra paso en la
oscuridad de la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario