Recientemente,
a principios del pasado mes de agosto, he regresado a Nueva York. Por una de esas carambolas muy complicadas de argumentar,
gracias a un amigo editor, miembro de una enorme y errante familia judía con
raíces en medio mundo, inicié el viaje con la ilusionante posibilidad de
conocer a Paul Auster; te recibirá sin
problemas, podrás tomarte un café con él, me dijeron. Una vez en Nueva
York, superado el somnoliento jet lag
del primer día, siguiendo las instrucciones de mi amigo, concerté una cita con
el agente del escritor, muy cerca del Distrito Financiero. Me recibió un tipo
cordial, aunque escueto de palabra, que me informó de que Auster no se
encontraba en la gran ciudad, está fuera
del país, en Europa, creo que entre
España y Portugal. Paradojas del destino: Auster se encontraba donde yo había iniciado mi viaje. Sin embargo, la noticia no menguó
la emoción que Nueva York me regalaba cada día, y disfruté cada minuto. De vuelta a España, como el
peregrino que ignora la distancia y los posibles peligros, recorrí durante tres largos días las playas y pueblos de la
costa onubense y de El Algarve portugués hasta que por fin encontré a Paul
Auster. Lo encontré al mediodía, hacía calor ese día y el cielo desplegaba un
azul intenso y ceremonialmente celeste, en un pueblecito costero y marinero
–Fábrica-. En un restaurante con techo de cañizo y suelo de arena, acompañado
de una mujer rubia y delgada, Auster, con pantalones cortos y alpargatas, comía
sardinas y bebía vinho verde. Lo vi
desde la distancia, distraído y silencioso, concentrado en cada bocado, y tras
aparcar mi automóvil, y sin saber aún lo que le iba a decir, me acerqué hasta
su mesa.
Auster
trató de entender mi inglés macarrónico con gesto asustadizo, y acercó su mano
hasta la mía con moderada afectividad. Tras los iniciales instantes de
confusión, no recuerdo si él fue quién me lo indicó, tomé asiento a su lado. Le
expliqué, afortunadamente su compañera hablaba español y ejerció de traductora,
que soy un novelista español, que autores como él me habían empujado hacia el
mundo de las letras, que lo leía desde la adolescencia, que me parecía uno de
los grandes escritores contemporáneos. Hablaba con nerviosismo y prudencia,
tratando de no caer en la euforia del fan adolescente, aunque esta euforia
estuviera presente en mi interior. No miento, tampoco exagero: Auster me escuchó con atención, con una
media sonrisa inquietante balanceándose en sus labios. Me sorprendió al confesarme que le gustaría leerme, que le encantaría acceder a alguna de mis
obras. Preparado para tal circunstancia, le entregué mis dos últimos libros publicados
y el manuscrito de mi nueva novela, aún con título dubitativo. Paul Auster se
detuvo un instante en contemplar las portadas, y, a modo de despedida, me
emplazó a vernos dos días después, en el mismo lugar. Por la noche soñé el
nuevo encuentro, en el que Auster me piropeaba, equiparando mi nueva novela a cualquiera de las suyas. El
sueño concluyó de forma brusca, sonó el despertador. La lluvia devoraba los
rascacielos, el humo escapaba de las alcantarillas. Busqué el papelito con la
dirección del agente de Paul Auster en Nueva York, muy cerca de Distrito
Financiero, lo leí muy despacio y lo volví a guardar en mi bolsillo.
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