Estrena barra de labios, de una tonalidad que cuesta
definir. Tiene algo de rojo, sí, pero también de esos melocotones maduros del
verano. No hablamos de naranja, en cualquier caso. Le perfila los labios con
esmero y se separa unos centímetros para comprobar que maquillaje, colorete o
rimel cumplan con su cometido. Toma la brocha y extiende una ligerísima capa de
colorete. Ahora sí. Espera, que te termino de peinar y ya estamos. Ven conmigo.
Carmen toma de la mano a la Luisa y la conduce hasta el espejo que hay en el
dormitorio, junto a la ventana. Luisa no puede, tampoco quiere, disimular la
sonrisa de satisfacción que le decora la cara cuando se descubre, en el espejo.
Carmen comparte, del mismo modo, con semejante intensidad, este momento, tal vez
fugaz, de dicha, empleemos la palabra felicidad, incluso, con lo que nos cuesta
utilizar la palabra. Sí, felicidad, también cuenta la que dura un segundo. Y
ahora viene lo mejor, dice Carmen, y con mucho cuidado, como si se tratara de
un cristal muy frágil, coloca sobre la cabeza de Luisa el velo de un vestido de
novia. Mírate ahora, de pies a cabeza, qué me dices, que ni has cambiado de
talla, puñetera. Invadida por una intensa emoción, Luisa no puede impedir que
sus ojos se llenen de lágrimas, que escapen de ellos, que recorran sus
mejillas, en dirección a la barbilla. Con lo que me ha llevado maquillarte, ¿me
vas a hacer esto? Le reprocha Carmen entre sonrisas, contagiada por su emoción.
Con un pañuelo de papel seca sus ojos y retoca sus mejillas con la brocha
impregnada de colorete. Lo guapas que iban tus sobrinas llevando los anillos y
las arras, una cosa, y vaya cómo entraste tú, que ni en las películas, no se ha
visto una cosa igual en tu pueblo, que me lo han contado tus vecinas.
Porque todavía hay gente que se acuerda de tu boda,
de lo bien que se lo pasó, que hay quien dice que no ha probado un jamón tan
bueno en su vida, lo que yo te diga, que eso me lo ha contado más de uno y más
de dos. Y Luisa asiente, complacida, orgullosa. Pasasteis la noche de bodas en
el Meliá, en la última planta, que tenía unas vistas de maravilla y a primera
hora, nada más despertaros, no más de las 8, que tu Manolo era así de inquieto,
os montasteis en la Vespa y caminito de Madrid. Puede sentir Luisa el rugido y
el temblor de la motocicleta, los baches y las curvas, el viento en la cara. Un
brillo diferente, como si un rayo de sol se hubiera colado repentinamente a
través de la ventana, aparece en los ojos de Luisa, que puede ver como en el
espejo su piel rejuvenece, volviendo a ser la mujer joven que un día fue. Dos
días en casa de tu cuñado, que tenía un piso estupendo por el Palacio Real,
antes de coger el avión para ir a Mallorca. Luisa puede escuchar de nuevo el
zumbido de los motores en el que fue su primer –y único- viaje en avión. Ver el
mar a través de la ventanilla, un universo azul allí abajo, tan bello como
amenazante. Casi siente el salitre en sus manos. Anda que no lo tuvisteis
claro, que no esperasteis ni un día, que nueve meses después ya estaba Juanito aquí,
que eso se llama tener puntería. Luisa se acaricia el vientre, muy despacio,
ahora es plano y durante varios meses fue curvo y duro, y le gustaba
acariciarlo como está haciendo ahora, muy despacio, centímetro a centímetro. A
través de la piel, intuía sus manos, sus piernas, su cabeza, e imaginaba cuál
sería su sexo, el color de sus ojos o el tamaño de su nariz. Y cree recordar
que acertó.
Luisa, ya me tengo que ir, dice Carmen, al tiempo
que retira la gasa de la cabeza de Luisa. ¿Quieres que te limpie con una
toallita?, le pregunta Carmen y Luisa responde negando con la cabeza. Como
todos los martes y los jueves, Carmen la acompaña hasta el salón, a través del
largo pasillo, agarrada a su brazo derecho. Luisa imagina que camina entre las
bancadas que la contemplan con emoción, vestida de novia, de un blanco muy
diferente al de este camisón de algodón que ahora la cubre. Carmen le dedica
tres segundos a una fotografía, sobre la cómoda del salón, en la que puede
verse a Luisa disfrazada de Blancanieves, acompañada de sus nietos. Finalmente,
Luisa toma asiento frente a una televisión permanentemente en funcionamiento, y
que solo está desconectada cuando Carmen se encuentra en casa. La semana que
viene vamos a montar una fiesta de Carnaval, le dice Carmen en la despedida y
Luisa sonríe.
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