lunes, 2 de marzo de 2020

EL AMOR NOS SALVARÁ


Están enamorados y no lo saben. O sí, pero no lo quieren aceptar. Porque aceptarlo supone dolorosas rupturas, lágrimas, convulsiones familiares, abogados, pactos, tutelas y demás jergas administrativas que se cuelan en nuestras vidas, cuando el amor se acaba. Porque el amor, como el gas de la bombona, la cerveza del barril y el vino del tonel, un día se acaba. Cualquier día, sin avisar a veces, por cansancio, por hartura, por aburrimiento, por dolor, por rencor, por sinceridad, por lo que sea, pero se acaba. Ellos están en las antípodas, en los cimientos del amor, en el fulgurante inicio, cuando todo es magia y mariposas en el estómago y calambrazos y frenesí. Cuando el descubrimiento, de tus propias reacciones provocadas por una nueva persona, es el paraíso de las emociones. Y que a ellos les gustaría descubrir en cada mirada, en cada comentario y, sobre todo, en cada despedida, pero no se atreven. La despedida de los jueves es la peor, por lo que anuncia, por lo que anticipa, por el letargo. Este pasado jueves a él le costó decirle que no volvería al gym hasta el martes, le costó tanto que no pudo mirarla a los ojos, tal vez sintiéndose como un traidor antes de entregar su patria al enemigo. Y ella le buscó los ojos, buscando una explicación, o tal vez porque no podía creer lo que escuchaba, o por yo qué sé, aún no sé si defraudada o dolida. El amor no entiende de horarios, tampoco de espacios, de circunstancias, ni de olores, no entiende de nada y lo entiende todo. Cada mañana, en el gimnasio, desde la distancia, contemplo a esta pareja de enamorados, que aún no lo saben, vivir su particular Los puentes de Madison entre mancuernas y sudores, entre bicicletas elípticas y abdominales.
Están enamorados y no lo quieren saber. Y debe tratarse de un amor intenso y profundo, como una de esas abisales fosas marinas que ni los submarinos son capaces de acceder, un amor especial, diferente, que no tiene en cuenta ese ángulo feo que todos podemos ofrecer en el gimnasio. Porque, salvo aquellos que acuden por la charleta, por ligar o simplemente mirar, que los hay, todo hay que decirlo, el gym arranca lo peor de nosotros mismos porque cuando lo estás pasando peor, incluso cuando lo pasas peor por decisión propia, y pagando, el colmo entre los colmos, con lo bien que se está en el sofá o en la cama, sale de ti tu lado más feo, ese gesto grosero ante el cansancio o ante ese esfuerzo desproporcionado que te conecta directamente con las eléctricas agujetas. Hay que estar muy enamorado, o estar infectado, ahora que las infecciones son un tema de actualidad, de un amor tan sincero como bello, para superar todas esas adversidades y encontrar en el otro, en la otra, ese rayo de luz que creías perdido en la oscuridad de la rutina. Desde la distancia los veo hablar, sonreírse, incluso descubro celos, inquietud, cuando un tercero se cuela en su pública intimidad, pero intimidad a fin de cuentas. A él, cuarenta y cinco años le calculo, así a ojo, se le nota especialmente, sobre todo cuando ese chico joven, con aspecto de futbolista de la Alemania pre caída del Muro se acerca a ella –treinta y ocho, no más-  y hablan entre sonrisas. Él, entonces, lo veo desde la distancia, se siente con muchos más que esos cuarenta y cinco años que realmente tiene y daría lo que fuera por retroceder en el tiempo.
He pensado mucho en los enamorados del gimnasio durante este largo fin de semana, en cómo estarán sobrellevando la separación. Por solidaridad, como homenaje a su amor, a pesar de lo que puede implicar de traicionero, solo pienso en que llegue el martes y que esa anormal normalidad se restablezca. Eso solo lo consigue el amor, como lo consiguió en Los puentes de Madison, a ellos regreso, que todos nos pusimos de parte de Clint y Meryl, y no tuvimos en cuenta a esos terceros, a esos hijos e hijas, que hasta contemplamos como un estorbo. En más de una ocasión, a mis enamorados sin saberlo del gimnasio los he imaginado como a los protagonistas de Lady Halcon, más cine, una levísima caricia antes de despedirse, recién duchados, con olor a Magno y Sanex, antes de regresar a sus respectivos trabajos o a sus respectivas familias, en su particular amanecer. Imaginar este romance que, con seguridad, no sea cierto como antídoto contra el aburrimiento, el cansancio y la apatía, demostración de que el amor, incluso el imaginado, lo salva todo.

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