Están
enamorados y no lo saben. O sí, pero no lo quieren aceptar. Porque aceptarlo
supone dolorosas rupturas, lágrimas, convulsiones familiares, abogados, pactos,
tutelas y demás jergas administrativas que se cuelan en nuestras vidas, cuando
el amor se acaba. Porque el amor, como el gas de la bombona, la cerveza del
barril y el vino del tonel, un día se acaba. Cualquier día, sin avisar a veces,
por cansancio, por hartura, por aburrimiento, por dolor, por rencor, por
sinceridad, por lo que sea, pero se acaba. Ellos están en las antípodas, en los
cimientos del amor, en el fulgurante inicio, cuando todo es magia y mariposas
en el estómago y calambrazos y frenesí. Cuando el descubrimiento, de tus
propias reacciones provocadas por una nueva persona, es el paraíso de las
emociones. Y que a ellos les gustaría descubrir en cada mirada, en cada
comentario y, sobre todo, en cada despedida, pero no se atreven. La despedida
de los jueves es la peor, por lo que anuncia, por lo que anticipa, por el
letargo. Este pasado jueves a él le costó decirle que no volvería al gym hasta
el martes, le costó tanto que no pudo mirarla a los ojos, tal vez sintiéndose
como un traidor antes de entregar su patria al enemigo. Y ella le buscó los
ojos, buscando una explicación, o tal vez porque no podía creer lo que
escuchaba, o por yo qué sé, aún no sé si defraudada o dolida. El amor no
entiende de horarios, tampoco de espacios, de circunstancias, ni de olores, no
entiende de nada y lo entiende todo. Cada mañana, en el gimnasio, desde la
distancia, contemplo a esta pareja de enamorados, que aún no lo saben, vivir su
particular Los puentes de Madison
entre mancuernas y sudores, entre bicicletas elípticas y abdominales.
Están
enamorados y no lo quieren saber. Y debe tratarse de un amor intenso y
profundo, como una de esas abisales fosas marinas que ni los submarinos son
capaces de acceder, un amor especial, diferente, que no tiene en cuenta ese
ángulo feo que todos podemos ofrecer en el gimnasio. Porque, salvo aquellos que
acuden por la charleta, por ligar o simplemente mirar, que los hay, todo hay
que decirlo, el gym arranca lo peor de nosotros mismos porque cuando lo estás
pasando peor, incluso cuando lo pasas peor por decisión propia, y pagando, el
colmo entre los colmos, con lo bien que se está en el sofá o en la cama, sale
de ti tu lado más feo, ese gesto grosero ante el cansancio o ante ese esfuerzo
desproporcionado que te conecta directamente con las eléctricas agujetas. Hay
que estar muy enamorado, o estar infectado, ahora que las infecciones son un
tema de actualidad, de un amor tan sincero como bello, para superar todas esas
adversidades y encontrar en el otro, en la otra, ese rayo de luz que creías
perdido en la oscuridad de la rutina. Desde la distancia los veo hablar,
sonreírse, incluso descubro celos, inquietud, cuando un tercero se cuela en su
pública intimidad, pero intimidad a fin de cuentas. A él, cuarenta y cinco años
le calculo, así a ojo, se le nota especialmente, sobre todo cuando ese chico
joven, con aspecto de futbolista de la Alemania pre caída del Muro se acerca a
ella –treinta y ocho, no más- y hablan
entre sonrisas. Él, entonces, lo veo desde la distancia, se siente con muchos
más que esos cuarenta y cinco años que realmente tiene y daría lo que fuera por
retroceder en el tiempo.
He
pensado mucho en los enamorados del gimnasio durante este largo fin de semana, en
cómo estarán sobrellevando la separación. Por solidaridad, como homenaje a su
amor, a pesar de lo que puede implicar de traicionero, solo pienso en que
llegue el martes y que esa anormal normalidad se restablezca. Eso solo lo
consigue el amor, como lo consiguió en Los
puentes de Madison, a ellos regreso, que todos nos pusimos de parte de
Clint y Meryl, y no tuvimos en cuenta a esos terceros, a esos hijos e hijas, que
hasta contemplamos como un estorbo. En más de una ocasión, a mis enamorados sin
saberlo del gimnasio los he imaginado como a los protagonistas de Lady Halcon, más cine, una levísima
caricia antes de despedirse, recién duchados, con olor a Magno y Sanex, antes
de regresar a sus respectivos trabajos o a sus respectivas familias, en su
particular amanecer. Imaginar este romance que, con seguridad, no sea cierto
como antídoto contra el aburrimiento, el cansancio y la apatía, demostración de
que el amor, incluso el imaginado, lo salva todo.
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