Si fuera especialmente desconfiado, mal
pensado, retorcido incluso, podría llegar a creer que durante años
nos han estado instruyendo para todo esto por lo que estamos pasando. Nos
enseñaron, primero, que tener una propiedad, una casa especialmente, era lo más
parecido a alcanzar nuestros sueños, y nos entregamos a ello sin freno ni
control. Inflamos tanto, tanto, la burbuja que acabó reventando. Y todos, de un
modo u otro, reventamos a la vez. Eso sí, con nuestras hipotecas a treinta y
cinco años, condenados, en la mayoría de los casos, a vivir en la misma casa
durante ese tiempo, sin tener en cuenta nuestras circunstancias. Esas casas que
nunca reconocimos como el yugo y que llenamos de comodidades y avances
tecnológicos para mejor disfrutarlas. Internet a banda ancha, a todo lo que da,
sin límite de descarga; pantallas de televisión del tamaño de una mesa de ping
pong; unas cocinas que jamás habrían soñado nuestros padres, donde jugamos a
emular a los grandes cocineros; esplendorosas y frondosas zonas ajardinadas,
piscinas comunitarias, pistas de pádel y de fútbol sala, parques infantiles, en
el glorioso universo de las urbanizaciones en las afueras, la gran metáfora de
la propiedad en este tiempo. Convertimos las cenas con amigos, sin salir de
casa, para qué, en el gran acontecimiento de nuestras duras semanas -para pagar
el hipotecado sueño-. Y Amazón y Aliexpress nos comprendieron y nos pusieron el
mundo a nuestra disposición, solo con introducir el número de la tarjeta de
crédito en el lugar correspondiente.
Si
fuera especialmente desconfiado, mal pensado, retorcido incluso, podría llegar
a creer que durante años nos han instruido en mantener relaciones a distancia,
muy cómodamente, sin tener que salir de casa. Del adictivo Messenger a las redes
sociales de la actualidad, que en muy poco tiempo nos convirtieron en
consumados periodistas, en expertos fotógrafos y en tipos especiales, mil
felicitaciones recibimos en nuestro cumpleaños. Y, lo más importante, en muy
poco tiempo tuvimos amigos en Argentina, Marruecos, Toledo, Murcia o Badalona
sin necesidad de mover los pies de nuestra casa. Amigos de verdad, con los que
hemos construido una nueva y sólida sociedad, que se rige por principios muy
parecidos a la real, pero de la que puedes formar parte sin esfuerzo alguno. Las
deslumbrantes videoconsolas actuales, en las que protagonizamos apasionantes
aventuras o le metemos un gol por la escuadra a Ter Stegen, son el resultado de
un lento pero continuo aprendizaje de años, desde que mordimos el anzuelo con
los viejos Spectrum o con el Comecocos. Y llegaron las plataformas
digitales, con sus mil canales, de golf a pesca, y sus series alucinantes; el
cine llegó a casa, nos repetimos. Pero es que hicimos lo mismo con la música o
con la lectura, hasta el punto de que arrinconamos a nuestros orondos discos
duros, que durante mucho tiempo fueron nuestro gran templo cultural y
memorialista.
Y
llegamos a este momento, en el que todas esas habilidades y conocimientos
adquiridos durante décadas alcanzan todo su esplendor. Nuestros hijos ya no
necesitan ir al colegio, se las apañan de maravilla con Hangout, Skype o el
Classroom. Teletrabajamos desde la cama, en pijama, a veces son las doce y
todavía no nos hemos cepillado los dientes, y eso que ya hemos mantenido dos
reuniones. No tenemos que comprar entradas para conciertos ni soportar codazos,
Coldplay o Coque Malla actúan en el salón de casa; visitas privadas al Louvre o
al Prado, Velázquez como jamás lo podríamos haber imaginado ver. Me pongo en
forma con la reina del fitness y gracias a un tutorial de Youtube por fin
cumplo uno de mis sueños: estoy aprendiendo a tocar la guitarra. En fin, qué le
digo, si yo fuera especialmente desconfiado, mal pensado, retorcido incluso,
podría llegar a creer que durante años nos han estado instruyendo para este
virus que castiga, y de qué manera, el contacto, las relaciones. Y la trampa en
la que ahora estamos encerrados, nuestra casa, nunca la hemos considerado como
tal, sino como lo más parecido al paraíso.
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