He
vuelto a preparar gachas dulces este año. Más que aceptables, buenas, rozando
el notable, conseguido el objetivo. Todos los objetivos. Mi único desplante con
la tradición de las gachas reside en las nueces, que sustituyen al pan frito.
Donde se ponga una buena rebanada de pan frito que se quiten todos los cereales
del mundo, hasta los envueltos en chocolate. Mi padre me solía preguntar: ¿qué te gusta más, el pan frito o las
‘rebanás’? Y yo siempre caía, porque me gustaba caer. Fueron muchos los
desayunos de pan frito, aquello sí que era un compromiso con el reciclaje y con
la economía. Como también lo eran las migas o el salmorejo, reutilización
alimentaria. Aprovechemos el pan duro. Recuerdo tiras de pan frito, a modo de
churros, a tacos, acompañando chocolates, sopas o gachas. Y también recuerdo
rebanadas de pan frito empapadas en agua y sal. Si las comías al instante, en
ese momento de transformación, constituían un bocado delicioso. También hubo
desayunos de hígado en manteca, los llamábamos pajarillas. Mis padres las preparaban cuando llegaba el frío. Tengo
grabado en mi olfato el olor de las pajarillas
calentándose en una de aquellas sartenes negras con pecas blancas. Ese olor me
fascinaba, sí. Nos reuníamos alrededor de la sartén y comíamos hígado y
mojábamos pan en la manteca colará
bien temprano, antes de partir hacia el colegio. Seguramente, los desayunos de
mis hijos son más sanos, desde un punto de vista nutricional, pero
emocionalmente aquellos de mi infancia contaban con un componente tribal, de
pertenencia, que aún me sigue costando mucho trabajo explicar. Necesito de
muchas palabras para narrar algo de apariencia tan básica. Por respeto a mi
infancia, y a mis recuerdos, prometo que jamás hará las gachas con quinoa o con
una de esas harinas raras, de mil beneficios, que nos venden como si fuera
polvo de oro.
Somos
nuestros recuerdos y lo poco que somos capaces nosotros de añadir. La mochila
ya la traemos bastante rellena, nosotros incorporamos un par de calcetines,
tres ideas, siete manías y cuatro bultos sospechosos que no queremos pasar por
el detector de nuestra conciencia, vaya que piten. Y nuestros muertos, claro,
siguen pululando, muy vivos, en nuestras vidas, en nuestro presente. En estos
días nos acordamos de ellos especialmente, es casi obligatorio hacerlo.
Recuerdo aquellas frías mañanas, antes de que el cambio climático fuera esta
incontestable realidad, en el cementerio, tras la correspondiente parada en la
floristería. La búsqueda de aquella escalera que era tan difícil de encontrar,
los nombres en las lápidas, los bordes encalados, las bayetas mojadas oliendo a
lejía sacando brillo al mármol, los jarrones vacíos, la soledad de algunos
muchos muertos olvidados. Por estos días, los cementerios nos siguen
congregando, de un modo u otro, convivimos con ellos y con los disfraces de
nuestros hijos, que han crecido en torno a una celebración que para ellos es
festiva. Tal vez se trate de la mutación lógica, sustituir añoranza por
diversión.
Somos
nuestros muertos, los llevamos pegados a nosotros, como una sombra que nos
acompaña permanentemente, caminan a nuestro lado. De vez en cuando, cuando así
lo consideran, se manifiestan, para alertarnos, para rescatarnos de la memoria
esos momentos compartidos. Para recordarnos lo que somos, lo que fuimos, de
dónde venimos, que es la gran certeza que nunca deberíamos obviar. Debemos
entender nuestros muertos, a los que ya no están, como un legado y nunca como
lastre. No son una frontera, son una puerta, una luz en el camino, una seña de
identidad. Yo todos los días me acuerdo de ellos, con alegría, por haberlos
tenido, por haberlos disfrutado y hago todo lo posible por espantar la tristeza
de la ausencia. Nunca se logra, eso ya lo sé, pero intentarlo forma parte de la
terapia, de la salvación. Como los recuerdos, toca seleccionar, y escoger la
alegría.
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