Despierto
todos los días sobre las seis y media, a veces antes, raramente después, y lo
primero que hago es meterme en el cuerpo un vaso de agua con Plantago Ovata en
polvo, diluido. Dicen que es bueno para mi flora intestinal y mis visitas al
cuarto de baño. Después, antes de cepillarme los dientes, escribo Cafetera y mantra en mi cuenta de
Twitter. Es mi particular buenos días virtual, anunciar que estoy vivo, que
sigo, en lo que sea, pero que sigo. Algunos días, esos días malos, no escribo
lo de Cafetera y mantra, no escribo
nada. Justo después de despertar a mi hijo, sobre las 7:05, voy en bicicleta al
gimnasio. No más de cincuenta minutos, a las 8:15 estoy de vuelta. En el gym, entre
un ejercicio y otro, leo noticias en el móvil, escribo algún tuit, consulto el
estado de mi cuenta corriente, no suele haber sorpresas agradables. Regreso a
casa, respondo correos y mensajes, mientras espero que el sudor remita. Una
ducha rápida y paseíto para acompañar a mi hija al colegio. A las 9:15, a veces
mucho antes (cuando elimino el gym), comienzo a trabajar, mientras tomo un café
brevísimo acompañado de pan con aceite. Redes, escribir, corregir, alguna
reunión o rueda de prensa, diseñar algún nuevo proyecto, a demanda, la vida de
los autónomos es como las primeras semanas de un recién nacido. A demanda, a
demanda. A las 14 h. recojo a mi hija del colegio, calentamos la comida,
preparamos la mesa, mientras mi esposa y mi hijo mayor llegan. Breve cabeceo,
con sueños de tres minutos, sí, a veces sueño con solo cerrar los ojos diez
minutos, antes de ponerme otra vez frente al ordenador a las 16 h. Y de nuevo,
como un recién nacido, a demanda, a demanda, hasta las 20, 21, 22 h., o hasta
que haga falta. A las 23.30 h., habitualmente, tras haber compartido un poema
en Twitter, es mi manera de decir: la vida es algo más que la rutina registrada
en nuestro extracto bancario, siempre puede haber un minuto o un segundo de
magia, de creatividad, me voy a la cama con un libro entre las manos. Libros
que leo, normalmente, por trabajo. Y cuando los ojos se me cierran, nunca pasan
más de 30 minutos, apago la luz. Fin.
Ni
remotamente gano en consonancia con las horas que trabajo, pero no me puedo
quejar, me repito cuando la desazón llega. Y hasta me digo: soy un privilegiado
(sin mirar la matrícula de mi anciano coche). No creo que la mía sea la mejor
de las vidas, tampoco la situaría entre las peores. Desde la distancia, desde
la distancia, repito, puede parecerse a la vida que un día imaginé. Quiero
pensar. Hay momentos felices, que conviven con mis miedos y temores, con la
incertidumbre y con la ansiedad. Pasado, presente y futuro. Antes, no sé
precisar ese antes, no pensaba tanto en el futuro, lo contemplaba como ese
espacio de tiempo que llegaría cuando tocase, pero que no sería muy diferente
al presente. Eso lo pensaba antes. Ahora pienso que el futuro puede ser mucho
peor que el pasado y hasta que este presente nuestro de ahora. Eso me frustra,
no me gustaría que mis hijos no pudieran disfrutar de las oportunidades que yo
he tenido. No quiero para mis hijos la vida que tuvieron mis padres,
retroceder, regresar al pasado.
No
sé cómo se calcula el Producto Interior Bruto ni lo que representa en mi vida y
en la de mi familia. Términos como daflación, estanflación o depreciación no
forman parte de mi vocabulario. En mi vocabulario sí están: gafas, empastes,
brackets, libros, rodilleras, coche, sinusitis, hipoteca, facturas, IVA. A
veces, cuando pienso en estas cosas, me entra el miedo, la angustia a ratos, y miro
por la ventana, como ahora, mientras escribo estas palabras, y me veo reflejado
en ese hombre envuelto en nubes que tiende la ropa en la azotea, en el edificio
de enfrente. Ese hombre que podría ser yo y viceversa. Ese hombre que también
acompaña a sus hijos al colegio y que carga con las bolsas de la compra con
frecuencia. A su esposa empieza a crecerle el pelo, ya ha dejado de cubrirse la
cabeza con un pañuelo. Eso sí que es un problema, pienso y por un minuto vuelvo
a sentirme un privilegiado. La vida, tal cual, jodida y maravillosa,
incertidumbre y felicidad. Tal vez solo deberíamos pedirle oportunidades para
nuestros hijos, que puedan construir el futuro, que ellos mismos decidan, y
dignidad para todos, no perderla, que no nos la arrebaten. Pero eso hay que
buscarlo y ganárselo, no basta con pedirlo. Hoy, todos los días.
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