Lo
recuerdo perfectamente, es una de esas secuencias que siempre permanecerá en mi
memoria. Palacio del Cine, o Palacio del Cinematógrafo, como lo denominaba
Pablo García Baena en ese poema memorable e inmenso, que encierra un brokebackmountain cordobés, Impares, fila 13, solo cinco
espectadores, incluidos mi hermano Pedro y yo en la sala. Los únicos, de los
cinco, que acudíamos al cine con conocimiento de causa. Por aquel tiempo, el
Palacio del Cine apostaba por aquel cine erótico acampanado, entre soft y ridículo, que se marcaba con una
S, y el que una película se titulara Laberinto
de pasiones estaba predestinada a formar parte de su programación. Eso
mismo debieron pensar los otros tres espectadores, que fueron abandonando la
sala, paulatinamente, unos minutos después de haber comenzado la proyección,
visiblemente decepcionados. A Laberinto
de pasiones, a Pedro Almodóvar, llegamos través de la música, en aquellos
años iniciáticos y efervescentes de La Movida. Y es que Almodóvar, ese manchego
gordito e irreverente, junto a Fabio McNamara, era frecuente en el Diario Pop de Radio 3, en Pista Libre o en La edad de oro, de la añorada Paloma Chamorro. El anzuelo fue la
música, es cierto, pero lo mordimos, nos lo tragamos hasta lo más dentro, y
durante años fui, como un beato al encuentro de su santo, a todos y cada uno de
los estrenos de Pedro Almodóvar. Y durante años su cine me fascinó, me cautivó,
a pesar de Tacones Lejanos, a pesar
de Kika, pero ahí estaban La ley del deseo, Matador o Mujeres al borde de
un ataque de nervios para mantenerme dentro del redil.
Provocador,
irregular, genial tal vez por eso mismo, visionario, trasgresor, Almodóvar nos
aportó una nueva mirada, más amplia y diversa, sobre nuestra propia sociedad. Alumbró
los rincones, los puntos muertos, lo que no nos habían mostrado hasta entonces.
Los yonkis, las travestis, los homosexuales, los chulos, los camellos, las
marujas de siempre, las secretarias de verbo rápido o nuestros abuelos, se
colaron en las pantallas de los cines, fueron visibles. Se normalizaron, en
cierto modo. Le debemos a Almodóvar mucho más de lo que imaginamos, y es que su
riesgo, su provocación, fue la llave que abrió la puerta del mañana, de este
hoy que disfrutamos. Los llamativos colores de las viviendas de sus personajes
se colaron en nuestras casas, consiguiendo, en gran medida, colorear,
igualmente, una sociedad que aún seguía instalada en el blanco y negro
mortecino y rijoso del NODO. Un verdadero soplo de aire fresco, en nuestra
cinematografía, pero también, y sobre todo, en nuestra sociedad. El cambio de
Siglo no le sentó nada bien a Almodóvar, y salvo en Hable con ella y Volver
apenas recuperó ese latido, vigoroso y canalla, vertiginoso y ocurrente de sus
inicios, como si el caudal de su creatividad se hubiera secado por completo.
Ha
cumplido Almodóvar 70 años y lo ha querido celebrar recuperando buena parte del
brillo y nervio del pasado. Su última película, Dolor y gloria, no puede considerarse como una de sus grandes
obras, aunque sí que es muy superior a lo que nos ha ofrecido en los últimos
tiempos. Si su cine siempre ha sido muy personal, rescatando momentos de su
propia vida, Dolor y gloria tal vez
sea la más autobiográfica, con un espléndido Antonio Banderas que encarna al
propio director manchego. Convertir a Penélope en su madre, con seguridad forme
parte de ese juego cinematográfico que ha desarrollado a lo largo de su
trayectoria, en la que con tanta frecuencia ha recorrido la distancia que
separa a la realidad del deseo gracias a la cámara. Estoy seguro que todavía
nos quedan algunas maravillosas películas de Almodóvar por disfrutar, el tiempo
lo dirá, aunque tampoco le exijamos en demasía a quien tanto nos ha dado. Con
toda seguridad, siempre tendremos una cuenta pendiente con él.
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