Cuando
llueve, las redes sociales se llenan de lluvia, y lo mismo sucede con el
granizo; cuando nieva, de nieve. Cuando hace un estupendo día de playa, las
redes se llenan de arena, olas y chiringuitos. Cuando hace mucho calor, de termómetros
que muestran las elevadas temperaturas. Cuando hace fresco en verano, en las
redes se repiten memes de iglús y pingüinos. Cuando Leticia Sabater lanza un
nuevo videoclip, de comentarios más o menos divertidos. Cuando Fran Rivera dice
una nueva barbaridad, las redes responden reprimiéndole con celeridad y
severidad, también hay quien lo apoya, claro. Cuando Rafa Nadal gana un nuevo
torneo, millones de #VamosRafa que empieza a ser como ese dinosaurio de
Monterroso: nunca falta a su cita. La última tendencia de las redes sociales,
que debemos evaluar como auténtico tsunami, es la de transformarte en un
anciano, gracias a una aplicación de muy sencillo uso, y mostrar públicamente
el resultado, posteriormente. Ha tenido tal éxito la herramienta informática
que Twitter, Instagram y Facebook, especialmente, se han convertido en un descomunal
y multitudinario escaparate de falsos ancianos. Todos hemos envejecido, o nos
hemos puesto barba, o gafas o nos hemos teñido el pelo de azul o de rojo, si ya
decides gastarte un dinero, en su versión PRO, tal y como la designan. Iluso de
mí, cuando me enteré de la existencia de esta aplicación, que en realidad ya
tiene un par de años, creía que se trataba de una artimaña publicitaria con
motivo del Día de los Abuelos, San
Joaquín y Santa Ana, que celebramos por estas fechas. Celebración, por cierto,
absolutamente en desuso, ya que las personas mayores, expresión más de este
tiempo, por inclusiva y global, celebran su día el 1 de octubre, sin santoral
de por medio. Pero no, todos envejecemos gracias a una planificada campaña de
mercadotecnia digital, llevada a cabo para mostrar las nuevas herramientas de
la aplicación de marras.
Me
llama la atención, por un lado, que una sociedad irremediable y compulsivamente
entregada al afán por alcanzar la eterna juventud, sin importarle el coste, ya
sea recurriendo a la cirugía, la cosmética, la alimentación y/o el deporte, se
haya entregado con frenesí a esta aplicación que les muestra, en definitiva, lo
que nunca querrían llegar a ser. O lo que nunca querrían ver. Por eso, cuando
contemplamos el resultado que nos ofrece la aplicación nos reímos incrédulos,
incluso despreciativos, sarcásticos, como queriendo decir “esto no me va a
pasar a mí”, cuando no deja de ser lo mejor que nos pudiera pasar, por todo lo
que supone. Aunque tiene otras funciones gratuitas la aplicación, todos nos
vamos directos a tunearnos en modo canas y arrugas, viejitos, como si nos
embarcásemos en una nave del tiempo y el misterio, que nos va a ofrecer la gran
revelación. Revelación es la que, según apuntan ya numerosos expertos en la
materia, hacemos nosotros mismos, en el momento que aceptamos los permisos de
instalación que nos solicita la herramienta.
Le
ponemos un esparadrapo a la cámara de nuestro ordenador, hemos dejado de
hablarle a Alexa y a Siri por temor a entregarles nuestra más
preciada intimidad, tenemos a Google
en cuarentena, nos refugiamos en la Ley de Protección de Datos a cada instante,
pero por querer ver como supuestamente seremos de mayores permitimos que
accedan a toda la información que puede aportar nuestro Smartphone, que siempre es mucha, más de la cuenta, me temo. Sí,
somos incorregibles, no tenemos remedio, nos puede ese impulso, ese chispazo
por ser los primeros en exhibirnos, por ganar esa estúpida competición sin
medallas ni prima. Como me decían de pequeño, ser noveleros nos mata. En este
caso concreto, no nos mata, nos envejece, y nos entrega a las habilidades, no
siempre positivas, de la mercadotecnia, informándoles sobre el cebo que deben
colocar en el anzuelo para que lo engullamos nada más que nos lo muestren. Nada
extraño, me temo, como cantaba Prince, el
signo de los tiempos.
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