Durante
la infancia, cuando llegaban estas fechas, pasaba la mayoría de las noches en
los cines de verano de Córdoba. Los balcones de un amigo daban al Coliseo,
junto a la plaza de San Andrés, y de cuando en cuando, nos invitaba. Pero era
en el Olimpia, ese cine con nombre de leyenda francesa de la canción, muy cerca
de la plaza de Santa Marina, al que acudí en un mayor número de ocasiones. Ver
las películas era el pago en especie por haber adecentado y refrescado el cine
cada día, con manguera y bañador. Puedo recordar, como si hubiera sucedido la
pasada noche, los preparativos de mi madre para el reto que suponía ver Ben-Hur en un cine de verano. Una
botella de agua casi helada y una barra de pan convertida en interminable
bocadillo: bonito con tomate, por supuesto. Y Charlton Heston, ese romano menos
romano que nunca hayamos podido imaginar, sobre la cuadriga, dale que te pego,
noble y esclavo, líder de masas, converso y convertido, pero estrella del
celuloide por encima de todas las consideraciones. Y así recuerdo cientos de
películas, muchas de ellas de infame calidad. Todas las del dúo Esteso y
Pajares, que en realidad no fueron tantas, las comedietas italianas
protagonizadas por Jaimito, ese
supuesto niño grande picarón interpretado por el “gran” Alvaro Vitali, las de Louis
de Funes, ese cómico gabacho a lo Paco Martínez Soria o las de Terence Hill y
Bud Spencer, que durante un tiempo se convirtieron en mis favoritas. Todavía no
lo puedo comprender. La verdad es que esa pareja tenía algo de Quijote y Sancho
Panza, de Asterix y Obelix y, sobre todo, de nuestros Capitán Trueno y Goliath.
El bestia y el listo, y no pregunte quiénes de ellos ocupan los citados
puestos.
Merecen
mención aparte, por su cantidad, intensidad y capacidad hipnótica, y tal vez merezcan
una novela, estudio, ensayo o similar, las películas de artes marciales, o de chinos, como las nombrábamos en mi
barrio, que ocuparon entre agudos alaridos, rocambolescos saltos y bigotes
afilados decenas de mis noches en los cines de verano. El fenómeno Bruce Lee,
que sí interpretó algunas películas de cierta calidad, como Operación Dragón o El furor del Dragón –ya había dragones antes de Juego de Tronos-, desembocó en una
riada, cuando no maremoto y puede que hasta tsunami, de producciones que
saltaban de la B a la Z en un plis, canallas en sus interpretaciones,
inclasificables en sus tramas, abominables en su mensaje: la venganza da
sentido a la vida, e insufribles desde cualquier punto de vista. Curiosamente,
hasta la película más petarda perteneciente a este género conseguía lo que no
consiguen verdaderas obras maestras de la cinematografía mundial: la imitación
por contagio. Nada más acabar la película de turno, las calles se poblaban de
docenas de improvisados luchadores, hoy lo llamarían flashbruceleelovers o algo así, que trataban de emular lo
contemplado en la pantalla, entre salamanquesas y mosquitos tamaño B52.
Solo
recuerdo haber imitado a un actor no oriental a la salida del cine, a Nicholson
tras ver esa delirante y maniática comedia que es Mejor imposible, trataba de no pisar las líneas rectas de las
baldosas. Es el único que se ha aproximado a eso que lograron aquellas infames
películas de artes marciales y las de Bruce Lee que contemplé en mi infancia y
juventud. Pero no todo fue cine de casquería, recuerdos ciclos hasta el
amanecer de Kubrick, Spielberg, Chaplin o Coppola. Y es que, por suerte, el
cine de verano, casi al mismo tiempo que nuestro país, se fue normalizando
hasta lo que es hoy, salas con techo de estrellas en las que se exhiben las
películas que se pueden encontrar en cualquier cartelera de cine. Como cada
verano, en numerosos puntos de Andalucía, no con la abundancia del pasado,
indiscutiblemente, se siguen manteniendo estas salas temporales que nos ofrecen
fresquitas veladas compartidas, de botellín y bocata, entre jazmines y albero, ya
no tan contagiosas, en cuanto a gritos y extrañas posturas, en torno al cine.
No es mal plan para una noche de verano.
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