Cuando
la vi por primera vez, quedé impactado, alucinado, hipnotizado. Maravillado,
gratamente sorprendido, lo reconozco. Me encantó descubrir en su cara ese temor
agradable e inquietante, como el del niño que sube en una atracción por primera
vez, el vértigo por la novedad, por conquistar un sueño, tal vez. No me cabe
duda de que será una de las grandes imágenes de este año: la de Álex, el chico
en silla de ruedas, aupado por decenas de manos y brazos, obra del fotógrafo
Daniel Cruz, en el Resurrection Fest, un evento especializado en Heavy Metal,
que tuvo lugar en la localidad gallega de Viveiro. La fotografía de Cruz capta
maravillosa y nítidamente ese momento único, tan puro, tan deseado, tan vivido
por el propio Álex, y la multitud de vídeos que circulan por las redes te
muestran toda la secuencia, su aproximación al escenario, como si fuera una
auténtica estrella del Rock. Esta imagen conecta, en intención, en fomento de
la accesibilidad, en apuesta por abrir puertas, con el anuncio que pudimos leer
a principios de la pasada semana, en el que la Fundación Once y Planeta
establecen una línea de colaboración para hacer accesible buena parte del fondo
literario de la célebre editorial catalana. De un modo u otro, de una forma
espontánea o premeditada, nos encontramos ante dos acciones que entienden la
cultura como un espacio accesible, sin trabas, sin condicionantes, para las
personas con discapacidad.
Con
el tiempo, tal vez muy lentamente, cambiando mentalidades y nomenclaturas,
estamos consiguiendo que nuestra sociedad deje de ser, o sea menos, ese duro y
cruel entorno discapacitante que ha frenado y frustrado la trayectoria vital de
miles de personas con discapacidad en el pasado. Sí, hablemos de lenguaje,
claro que sí, las nomenclaturas, las definiciones, las palabras, en definitiva,
importan, claro que importan, mucho. Porque palabras como tullidos,
disminuidos, lisiados, subnormales, cojos o retrasados son vejatorias,
insultantes, crueles, y su uso es otra forma, o la primera forma, de
discriminar a las personas con discapacidad. Personas que, históricamente, han
podido comprobar que los trenes que el resto tomábamos para trazar nuestro
itinerario vital nunca llegaban a sus andenes, condenados a optar a una vida de
segunda o tercera categoría, cuando no de aislamiento, soledad e incomprensión.
Vidas marginales y no por voluntad propia, porque no tuvieron otra elección. La
accesibilidad no es solo una rampa adecuada en el lugar adecuado, el uso
correcto de las palabras, un semáforo con sonido, un perro guía, leyendas en
braille o determinadas ventajas fiscales, que también. La accesibilidad,
entendida de una manera universal, es la libertad para las personas con
discapacidad. Y esa libertad, esa accesibilidad, esa posibilidad de elección, debe
comenzar con la educación, que fue el elemento esencial que les negaron a las
anteriores generaciones, impidiéndoles formar parte de la sociedad de una
manera natural.
Educación
para integrarte, para normalizar, y también para formarte, porque sin la
adecuada formación es prácticamente imposible acceder al mercado laboral. Y tal
vez, por todo lo que representa, más allá de la nómina a final de mes, un
empleo sea la expresión más avanzada de la inclusión. La cultura nos hace
libres, repetimos con frecuencia, y los casos anteriormente comentados son un
magnífico ejemplo. Literatura al alcance de todas las personas y el sueño
cumplido de Álex, el chico que quiso sentirse como una estrella del Rock, o
como cualquiera de sus amigos, al menos por un día. Libre. Me encantaría que
emocionada felicidad que desprende Álex en la fotografía formara parte de su
cotidianidad y que a nosotros dejara de hipnotizarnos. Por todo lo que
significaría.
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