La
primera vez que la tuve enfrente se me saltaron las lágrimas, sobrecogido por
la emoción que me embargaba. Siempre lo recordaré. Bella, luminosa, insinuante,
poderosa, mágica. La lista de adjetivos sería interminable. Mi primer recuerdo
de Notre Dame se lo debo al cine. Charles Laughton interpreta al deforme y
jorobado campanero de la catedral, Quasimodo,
que salva a la bellísima gitana,
Esmeralda, interpretada por la siempre espléndida Maureen O`Hara, de las
garras del corrupto y miserable Frollo.
Previa y posteriormente han llegado otras versiones y recreaciones de la
celebérrima novela de Victor Hugo, Nuestra
Señora de París, incluso animadas, como la fantástica de Disney, en la que
las gárgolas se convierten en destacadas protagonistas de la historia.
Literaria o cinematográficamente, desde un punto de vista arquitectónico o
monumental, como imponente expresión cultural o como representación religiosa,
no lo olvidemos, Notre Dame es un icono de nuestro continente. Es Europa, en
todos y cada uno de los sentidos y vertientes que la queramos contemplar. Y es
un icono europeo, mundial, por ende, lo queramos o no, más allá de nuestras
fobias, filias, argumentos, querencias y demás derivas mentales. Está por
encima de todo eso. Y el incendio que ha sufrido esta misma semana es una
tragedia sin discusión, que nadie puede poner en tela de juicio, está por
encima de cualquier consideración. Y aún podría haber sido mucho peor la
catástrofe, si el fuego hubiera continuado solo unos minutos más.
Las
redes sociales son, con demasiada frecuencia, el escaparate idóneo en el que
exponemos lo peor de nosotros mismos. O seamos más concretos: el escaparate
donde nos exponemos, el “peor” lo llevamos de serie. Twitter, en concreto, es
el paraíso de los fabuladores de pacotilla, los especialistas de todo, las
mentes más irritantes, el soberbio con ínfulas mesiánicas y el descerebrado de
turno, que suele pertenecer, normalmente, a cualquiera de los anteriores
grupos, al mismo tiempo. El pasado lunes, mientras Notre Dame ardía, pudimos
contemplar a todos ellos, en su esplendor, como si fueran una de esas
llamaradas, tan bellas como abominables, que copaban las pantallas. En
realidad, también hubo fuego en Twitter, cómo no haberlo cuando los pirómanos
de las palabras y los incendiarios de las ideas encuentran un pantano de
gasolina. Fuego, camina conmigo,
recreó David Lynch en esa rara belleza que es Twin Peaks; El fuego soy yo,
parecen querer decir algunos cada vez que escriben un tuit. También existe un
problema de dispersión, o tal vez sea de oportunismo, y buscamos hasta la
excusa más extravagante para plantar sobre la mesa es “peor” que antes
comentaba, y que todos llevamos dentro. La diferencia estriba en que la mayoría
tratamos de educarlo, esconderlo y hasta olvidarlo, y unos cuantos, los de
siempre, lo llevan permanente de paseo.
Solo
puede politizar el incendio de Notre Dame aquel que busque un argumento para
justificar una posición radical. Fuego contra el fuego. Y lo mismo sucede con
todos aquellos que han pretendido encontrar, en semejante tragedia, un castigo
a los desmanes del Cristianismo. Que sí, que como institución, la Iglesia
Católica en sus siglos de existencia ha cometido abultadas y abundantes
barbaridades, evidente, pero que también nos ha dejado, especialmente en
Europa, un colosal patrimonio cultural, también es evidente e incuestionable. Abra
los ojos. Comparar tragedias, Palmira 60% de interés, Notre Dame 89%, o viceversa,
es el argumento ideal de esos acomplejados, tan localistas y cainitas, que
inventan cada día una nueva confrontación con la que seguir justificando la
medianía de sus argumentos. Todo aquel que ame la belleza, que entienda la
cultura como un elemento esencial de sus vidas, tuvo que sentir un pinchazo al
ver como las llamas devoraban Notre Dame. Las otras llamas, todavía no han sido
extinguidas, ahí siguen. Especialistas de nada y pirómanos a tiempo completo,
gasolina y fuego, y 280 caracteres.
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