Y
seguimos recorriendo este abril primaveral, con su recién estrenada oscuridad y
luz, con sus promesas electorales en esta precampaña permanente en la que
estamos instalados durante los últimos tiempos, y con más libros, que no falten.
Aliento contra la ignorancia y la ceguera, voz en el silencio. Y hablando de
voces, comenzamos con una de las más personales, referenciales y brillantes que
nos ha ofrecido la narrativa española de los últimos años: Ray Loriga. Tras la
distópica Rendición, de 2017, que
obtuvo el premio Alfaguara Internacional, ahora entrega Sábado, domingo, una novela en la que el autor madrileño despliega
buena parte de sus argumentos habituales, muy fiel a su estilo y marca –de la
casa-. O sea, es un texto muy Loriga. Legible, directo, carvesanio (por Carver), y Cheever a la vuelta de la esquina, Sábado, domingo te hipnotiza desde las
primeras líneas y es casi imposible abandonar su lectura. Un elogio que, aunque
manido, es el más deseado por todo novelista. Una noche de sábado, Chino y Federico se enfrentan a un hecho
que marca sus vidas, y que no descubrimos hasta que llega el domingo, 25 años
después. Más que creíble el cambio personal que descubrimos en Gini y Federico, que casi los hemos
visto crecer ante nuestros ojos, a pesar de que no lo han hecho. Y como suele
suceder en las novelas de Loriga, lo mejor de Sábado, domingo lo encontramos en esa coda deliciosa y mexicana,
emotiva y emocionante, con la que concluye. Una obra que, en cierto sentido, es
casi una metáfora de la propia trayectoria de Loriga. Su obra, como los
personajes de su última novela, continúan 25 años después, y como el propio
escritor, siguen siendo reconocibles, manteniendo su propia personalidad, a
pesar de los días transcurridos y sus cosas.
Desde
que nos sorprendiera a la mayoría con la inmensa Las máscaras del héroe, he leído todos y cada uno de los nuevos
títulos de Juan Manuel de Prada. Sí, lo he hecho. A pesar de que, durante un
tiempo, ha sido más conocido por el personaje que por el escritor. Un asunto
que él mismo pone de manifiesto en Lucía
en la noche, y lo hace “resucitando” al que cabría entenderse como su alter
ego literario, el escritor Alejandro Ballesteros, protagonista de la soberbia Mirlo blanco, cisne negro, su anterior
novela. En Lucía en la noche
encontramos a un Ballesteros en plena resaca del éxito, o en las cloacas de la
resaca, ha abandonado la Literatura para convertirse en un tertuliano
malhumorado en los platós televisivos a cambio de dinero. En esa tesitura,
entra en escena Lucía, provocando un cisma en su vida, como consecuencia de la
poderosa luz que desprende y, también, de las sombras que alberga. Con estos
mimbres, de Prada nos ofrece una inquietante historia, con claras referencias
al mundo de Hitchcock, construida en torno a ese estilo tan personal como
artesanal, tan cargado de tradición, capaz de hilvanar algunas frases e
imágenes que me atrevería a calificar como memorables.
Reconozco
que mantengo una relación bipolar, de amor y odio, con Haruki Murakami, algunas
de sus novelas me fascinan y otras me aburren hasta extremos insospechados,
dando por finalizada su lectura apenas leídas cincuenta páginas –en el mejor de
los casos-. En su última obra, publicada en dos entregas, La muerte del comendador (libro 1 y 2), he vuelto a resucitar esa
bipolaridad que citaba, pero, por primera vez, al mismo tiempo, en un mismo
texto. A pasajes que devoro les suceden otros que estoy tentado a pasar de
largo, sobre todo cuando aparecen esos elementos tan característicos de la
narrativa de Murakami, o eso dicen, y que tanto aborrezco. En cualquier caso,
el Murakami real predomina en la novela y la bipolaridad, con frecuencia, solo
es un amago del pasado. Y seguimos avanzando este mes de abril, con más libros
e historias, tan cercanas y tan lejanas como nosotros queramos. Basta con
dejarse atrapar.
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