Decían
que era un placer ver como todo ardía, como las llamas acababan hasta con
aquello que había resistido el paso de los siglos, de las guerras, de las
civilizaciones. Y el paso de los ciclones, de las tormentas y de los
terremotos. La demostración más evidente, más gráfica, de esa pasión por el
fuego llegó cuando las llamas estuvieron a punto de convertir en cenizas la
catedral de Notre Dame. Pudimos ver a todos aquellos pirómanos, con el 2019 grabado en el casco, aplicando
fuego a sus hermosas cubiertas. Entonces no lo supimos, pero ahí comenzó la Era del Fuego, ese nuevo y desolador
tiempo en el que nos encontramos. Eso lo sabemos ahora, pasado el tiempo,
cuando la memoria te recuerda todo lo que pudiste hacer y no hiciste. La
memoria también nos recuerda que, aún así, continuamos sin hacer nada, porque
entendimos que el fuego todavía estaba muy lejos, lo contemplábamos a través de
las pantallas y creímos que lo padecían otras vidas que no eran nuestra vida,
que siempre permaneceríamos al margen, lejos, seguros, protegidos. Pero antes
de que el fuego se convirtiera en una rutina de nuestras vidas, antes de ser
considerado como un elemento sagrado y purificador, llenaron los depósitos de
combustible, despacio y constantemente, teniendo muy claro el objetivo. Y en un
inicio lo hicieron a escondidas, amparados por la oscuridad de la noche, pero
no tardaron en hacerlo a plena luz del día tras comprobar que nadie los
detenía. Casi todos nosotros vimos como llenaban los depósitos, día y noche,
sin escatimar esfuerzos, sin desfallecer, mientras nos limitamos a
contemplarlos, desde la distancia. Cerramos los ojos. Y no quisimos ver como lo
transportaban en viejas y desvencijadas furgonetas, convencidos de que no lo
conseguirían. Pasado un tiempo, comenzaron a utilizar camiones y remolques de
gran envergadura y acabaron construyendo oleoductos, para que el combustible llegara
en mayor cantidad y en el menor espacio de tiempo posible. Y seguimos con los
ojos cerrados.
Durante
años se sintió un extraño, un solitario, un apartado, casi un marginal, y,
sobre todo, un mentiroso. No era bombero por combatir el fuego, no, lo era por
estar lo más cerca posible, por dejarse acariciar por sus llamas, por
admiración. Creía que nadie era como él, que nadie sentía lo mismo, cuando el
fuego crecía, destruyéndolo todo a su paso. Esa emoción que nunca ha podido
explicar. El día que descubrió que existían otros semejantes una extraña
sensación le invadió, de alegría, pero también de desconfianza. Después, todo
comenzó como un juego, un juego malvado y terrible, sí, pero un juego a fin de
cuentas, al que se entregaron con desdén. Un juego que al principio solo ellos
entendían y compartían. Empezaron quemando unos libros, que previamente habían
robado de la biblioteca, a continuación escogieron unos cuadros, que como los
libros no comprendían y que, precisamente por eso, les asustaban. Después
quemaron los periódicos, y después las películas y acabaron incendiando las
escuelas. Arder, quemar: Caballeros del
Fuego.
El
sonido del fuego no es el silencio, se escucha con claridad. El sonido del
fuego es ese murmullo que tenemos alrededor, su anuncio, su inminencia. Llevamos
mucho tiempo conviviendo con ese sonido, feroz, constante, que es mucho más que
un simple vaticinio: es una certeza. Lo hemos escuchado tanto y durante tanto
tiempo que lo hemos integrado en nuestras vidas, lo hemos considerado normal,
cuando no lo es, porque nunca lo fue. Ni cuando nos hicieron creer que sí lo
era. Hoy el sonido es mayor, ha crecido, empezamos a sentir el calor de las
llamas, el fuego comienza a ser una realidad, cerca. Los Caballeros del Fuego entienden que ha llegado el momento de vaciar los
depósitos de combustible y tienen, perfectamente ordenados, los cascos
grabados, con su nombre y año. Solo nos queda acostumbrarnos a las llamas o
tratar de evitarlas, recuperando la memoria y volviendo a abrir los ojos.
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