lunes, 6 de mayo de 2019

FARENHEIT 2019


Decían que era un placer ver como todo ardía, como las llamas acababan hasta con aquello que había resistido el paso de los siglos, de las guerras, de las civilizaciones. Y el paso de los ciclones, de las tormentas y de los terremotos. La demostración más evidente, más gráfica, de esa pasión por el fuego llegó cuando las llamas estuvieron a punto de convertir en cenizas la catedral de Notre Dame. Pudimos ver a todos aquellos pirómanos, con el 2019 grabado en el casco, aplicando fuego a sus hermosas cubiertas. Entonces no lo supimos, pero ahí comenzó la Era del Fuego, ese nuevo y desolador tiempo en el que nos encontramos. Eso lo sabemos ahora, pasado el tiempo, cuando la memoria te recuerda todo lo que pudiste hacer y no hiciste. La memoria también nos recuerda que, aún así, continuamos sin hacer nada, porque entendimos que el fuego todavía estaba muy lejos, lo contemplábamos a través de las pantallas y creímos que lo padecían otras vidas que no eran nuestra vida, que siempre permaneceríamos al margen, lejos, seguros, protegidos. Pero antes de que el fuego se convirtiera en una rutina de nuestras vidas, antes de ser considerado como un elemento sagrado y purificador, llenaron los depósitos de combustible, despacio y constantemente, teniendo muy claro el objetivo. Y en un inicio lo hicieron a escondidas, amparados por la oscuridad de la noche, pero no tardaron en hacerlo a plena luz del día tras comprobar que nadie los detenía. Casi todos nosotros vimos como llenaban los depósitos, día y noche, sin escatimar esfuerzos, sin desfallecer, mientras nos limitamos a contemplarlos, desde la distancia. Cerramos los ojos. Y no quisimos ver como lo transportaban en viejas y desvencijadas furgonetas, convencidos de que no lo conseguirían. Pasado un tiempo, comenzaron a utilizar camiones y remolques de gran envergadura y acabaron construyendo oleoductos, para que el combustible llegara en mayor cantidad y en el menor espacio de tiempo posible. Y seguimos con los ojos cerrados.
Durante años se sintió un extraño, un solitario, un apartado, casi un marginal, y, sobre todo, un mentiroso. No era bombero por combatir el fuego, no, lo era por estar lo más cerca posible, por dejarse acariciar por sus llamas, por admiración. Creía que nadie era como él, que nadie sentía lo mismo, cuando el fuego crecía, destruyéndolo todo a su paso. Esa emoción que nunca ha podido explicar. El día que descubrió que existían otros semejantes una extraña sensación le invadió, de alegría, pero también de desconfianza. Después, todo comenzó como un juego, un juego malvado y terrible, sí, pero un juego a fin de cuentas, al que se entregaron con desdén. Un juego que al principio solo ellos entendían y compartían. Empezaron quemando unos libros, que previamente habían robado de la biblioteca, a continuación escogieron unos cuadros, que como los libros no comprendían y que, precisamente por eso, les asustaban. Después quemaron los periódicos, y después las películas y acabaron incendiando las escuelas. Arder, quemar: Caballeros del Fuego.
El sonido del fuego no es el silencio, se escucha con claridad. El sonido del fuego es ese murmullo que tenemos alrededor, su anuncio, su inminencia. Llevamos mucho tiempo conviviendo con ese sonido, feroz, constante, que es mucho más que un simple vaticinio: es una certeza. Lo hemos escuchado tanto y durante tanto tiempo que lo hemos integrado en nuestras vidas, lo hemos considerado normal, cuando no lo es, porque nunca lo fue. Ni cuando nos hicieron creer que sí lo era. Hoy el sonido es mayor, ha crecido, empezamos a sentir el calor de las llamas, el fuego comienza a ser una realidad, cerca. Los Caballeros del Fuego entienden que ha llegado el momento de vaciar los depósitos de combustible y tienen, perfectamente ordenados, los cascos grabados, con su nombre y año. Solo nos queda acostumbrarnos a las llamas o tratar de evitarlas, recuperando la memoria y volviendo a abrir los ojos.

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