Nunca llueve a gusto de todos, dice la centenaria
sentencia popular, aunque en el pasado mes haya llovido para disgusto de casi
todos, que puede ser una nueva reinterpretación de la centenaria sentencia
popular. Digo esto y pienso en todos los paraguas que he fotografiado en las
últimas semanas, algunos de ellos en condiciones muy lamentables, los pobres.
Olvidados, perdidos, abandonados, tirados, incluso maltratados. Los he
encontrado de todos los colores y tamaños, en lugares insospechados, pero
también en mitad de un acera, a la vista de todos, como si fueran invisibles.
Vilmente ignorados. Elegantes y canallas, sofisticados y grotescos, artesanales
y low cost, he visto a los mejores paraguas de su generación arrumbados
bajo la lluvia, en mitad de un charco, como si tal cosa, olvidadas ya todas las
horas de abnegado y fiel servicio. Este sentimiento, entre lastimoso y
reivindicativo, hacia los paraguas comenzó una tarde de jueves, 9 días después
de que comenzase esta concatenación de
lluvias y viento –el gran enemigo de los paraguas- que va a camino de
convertirse en una nueva estación, si nos atenemos a su duración y perfilada
personalidad –de invierno primaveral, o algo así-. Hasta entonces, mi relación
con los paraguas había sido nula, por no decir inexistente, y jamás les presté
la debida atención o les mostré sentimiento alguno. La indiferencia es hija de
la ignorancia. El que me acompañaran era sinónimo de fastidio, de obligación
indeseada, y por eso puede que no sintiera el menor remordimiento al perderlos
en cualquier cafetería, tienda o cine. Solo me fastidiaba el dinero perdido, en
el caso de haberlos comprado, porque los recibidos como regalo de alguna
institución o marca publicitaria ni los echaba en falta, porque jamás les
llegué a prestar la menor atención. Como si nunca hubieran existido.
Aún hoy soy incapaz de explicar o de argumentar la
combinación de circunstancias que tuvieron lugar aquella reciente tarde de
jueves para que mi percepción hacia los paraguas cambiara tan radicalmente. Lo
cierto es que cuando vi a ese paraguas de toldo azul marino y elegante mango de
madera, caoba, abandonado junto a la boca de una alcantarilla algo se removió
en mi interior, y una sensación desvalida y punzante, una melancolía hiriente,
desgarradora, se apropió de mí. Y pude ver una pareja, o tal vez fuera una
madre con su hijo, o un abuelo con su nieta, o dos jóvenes enamorados, o una
mujer sola, en realidad creí ver a muchas personas, a la intemperie, empapadas
por la intensa lluvia, sin su paraguas protector. Sensación que se repitió, y
que fue en aumento, al descubrir que la presunta excepcionalidad pasaba a ser
una legión de paraguas perdidos, desvencijados, abandonados sobre en asfalto,
de todos los tamaños y colores. Y un sentimiento de orfandad, para con los
paraguas, pero también hacia todas esas personas presuntamente desprotegidas se
adueñó de todo mi ser, y hasta ahora. Esa tarde de jueves marcó un antes y un
después en mi relación con los paraguas.
Con la intención de que sus propietarios tuvieran
conocimiento de su pérdida y localización, comencé a fotografiar los paraguas
perdidos que encontraba a mi paso y a compartir las imágenes en las redes
sociales –que han sustituido a las fotocopias grapadas en los postes de madera-.
Así fue como encontré a Ana, primero, a Manolo a continuación, también
invadidos por el mismo sentimiento, como si se tratara de una epidemia
emocional que no requiere de contacto para su contagio. Así es como ha nacido
el Club de los Paraguas Perdidos que usted puede contemplar en las diferentes
redes sociales. Tal vez encuentre ese paraguas que una tarde de jueves o de
domingo o una mañana de sábado extravió, o tal vez encuentre un sinfín de
posibles historias, de todos los géneros y poéticas, dramas e historias de
amor, rocambolescas aventuras e intrigas urbanitas, tras las imágenes de los
paraguas que forman parte de este club. Recuerdos, fragmentos de vida, tiempo
compartido, que el viento o el olvido arrancaron de su mano.
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