Qué sería de nosotros sin los memes. Aunque también
podríamos formular la pregunta de otra manera, pero me temo que la respuesta ya
sería menos agradable. Menos graciosa. Hemos vivido una semana de broncas
públicas, políticas y reales, y hasta de la realeza. Luego tenemos esas otras
broncas, privadas, de mesa camilla, o bajo el edredón, pero que cada palo
aguante su vela, dice el refrán. Ni tocarlas, que a nadie interesan. El meme de
la Reina Letizia y la Reina emérita Sofía como unos personajes más de Las
Meninas de Velázquez me parece una auténtica maravilla, casi al mismo nivel
que el gol de Cristiano. Bueno, no tanto, el gol del futbolista portugués lo
sitúo por delante. Se pueden hacer mil y una interpretaciones de las imágenes
que todos hemos visto, porque todos las hemos visto, de la trifulca entre las
reinas pasada y presente, y hasta se pueden establecer bandos, todo es
susceptible de interpretación, faltaría más. Lo hace porque le impide a la
Princesa de Asturias saludar a una señora, lo hace porque es mala malísima,
pero ella es suegra de manual, y anda que como le limpia la frente después del
beso, escoja el comentario o interpretación. Comentarios e
interpretaciones, todas ellas, que no consiguen ocultar la realidad, lo
visible: quedó en evidencia que entre
ellas existe una pésima relación y, sobre todo, que es lo único que nos debería
importar, porque a mí al menos me da exactamente igual cómo se lleven, que no
es admisible que la Familia Real ofrezca esa imagen, tan mala, de tangana en
cena de Nochebuena, públicamente, a la vista de todos. Tras la avalancha de
memes recibidos en los últimos días, me temo que la Reina Letizia no es que
cuente con su propio elefante, es que tiene toda una manada. Y sin tener que
viajar a Botswana.
Más bronca. Quien puso la mano por Cristina Cifuentes y su
máster está ingresado en el hospital con quemaduras de segundo grado. La
dirigente conservadora se empeña en defender lo indefendible y en justificar lo
que no tiene justificación, y para mantener su honra o lo que sea a salvo no ha
dudado en arrastrar por el fango a toda una Universidad. ¿Quién vale más?
Valgo yo mucho más, se respondió Cifuentes ante el espejo, en la planta
noble de la calle Génova. Lo de Cifuentes surge de esa tan extendida moda de la
titulitis, o la obsesión por justificar mediante un título enmarcado que se
poseen tales y cuales habilidades, previo pago por caja y a golpe de riñón, que
baratos, lo que se dice baratos, no los había, al menos en el pasado. Ponga un
máster en su vida, alguien gritó, y todos corrieron a apuntarse. Eso sí, todos
ellos con nomenclaturas estratosféricas, de relumbrón absoluto, que un máster
con denominación humilde no es admisible. Yo no tengo ningún máster, ni jamás
lo tendré, porque la realidad es que nunca me lo he planteado. Mi máster se
desparrama en las baldas de las estanterías y como una nieve polvorienta cubre
los libros leídos; mi máster viaja en las ruedas y asas de mis maletas, y en el
surco de mis discos, cuando los cosquillea la aguja de mi plato. Mi máster lo
he cursado en salas de cine, en festivales varios, en exposiciones y congresos,
en el teclado del ordenador, mirando, oyendo y, sobre todo, escuchando, parece
que es lo mismo y no. Mi máster está en mi cabeza, y también lo tengo desperdigado
por las librerías y las bibliotecas, o en esta tribuna. En esto, he de
reconocer que me siento un privilegiado. Mi máster lo he pagado con miles de
horas, con sudor y lágrimas, con otra vida al otro lado de la vida. Ofreciendo
un cacho de mi propia vida, que no es poco.
Las instituciones, cualquier tipo de organismo, ya sea público o
privado, todas las personas con significación social, por el motivo que sean,
se construyen y dignifican por sus trayectorias, por sus hechos,
indiscutiblemente, pero también por sus gestos y por la imagen exterior que nos
ofrecen. Y tanto la bronca viralizada en la Catedral de Palma de Mallorca como
la bronca suscitada por el mástergate de Cifuentes no hacen más que añadir
motas de polvo, y hasta de moho, a instituciones y estamentos que deberían
estar limpios y brillantes, como las patenas del refranero popular. ¿Cómo es el
lema de la Real Academia Española de la Lengua? Pues eso, a utilizar el
estropajo y a frotar, hasta que brillen.
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