Tras ponerse la redonda nariz roja de plástico se miró en
el espejo: peluca color zanahoria, rotundos coloretes, cejas pintadas de negro,
exageradas pestañas. Se repasó el uniforme: amplio pantalón negro, sujetado con
dos tirantes, también negros, zapatos de charol como barcas en los pies, una
camisa de rombos blancos, verdes y rojos. Para finalizar, los últimos
accesorios, un bastón blanco y negro y un bombín, que nunca llega a estar sobre
su cabeza. Conforme con lo que ve, Marta se dirige a la cocina y abre el
frigorífico, de donde saca una enorme tarta de chocolate, galleta y natillas.
Con cuidado, la coloca en una caja rectangular de cartón y se dirige al garaje
comunitario: plaza 102, Toyota Corolla 6402BPY. Ocupado el maletero por un
amplificador, varias telas y una pequeña escalera plegable, deposita la caja
con la tarta en el suelo del asiento del acompañante. Nada más salir a la
calle, al final de la rampa, tiene que frenar para dejar paso a una mujer que
camina acompañada de sus dos hijas. La menor descubre a Marta, al volante, al
otro lado del cristal, y la expresión de su cara cambia en un instante: es
miedo, pánico incluso. Vaya tela la peliculita, voy a tener que cambiar de
disfraz a este paso, se lamenta Marta, que conecta la radio. Suena una canción
de los Smiths que consigue trasladarla a otro tiempo, años atrás. Era joven y
le gustaba bailar los viernes por la noche, hasta el amanecer. Diez minutos de
trayecto, hasta llegar a una urbanización en lo que hasta no hace tanto eran
las afueras de la ciudad. Ya no, de la mañana a la noche pasó a ser una zona
cara, con centros comerciales y pistas de paddle. Tras descender de su
automóvil, se dirige al edificio 5 y pulsa el piso 2ªD. Soy la payasa, vengo al
cumpleaños de Nacho, responde Marta. ¿Payasa? Pregunta una dubitativa voz de
hombre, a través del telefonillo. ¡Sorpresa!, grita Marta eufórica, y la
cancela se abre. En el portal se cruza con un hombre y una mujer que la
observan desconcertados, pero Marta ya está acostumbrada a esas miradas. Se
sabe a salvo bajo el disfraz.
Tres segundos después de pulsar el timbre, un hombre de
unos 35 años, moreno, se llama Eduardo, abre la puerta. ¡Ya está aquí Loquita,
la payasa!, se presenta Marta, ofreciendo la caja de cartón que contiene la
tarta de galletas, chocolate y natillas. Perdón, pero es que no hemos
contratado ninguna payasa, le informa Eduardo, con cierto pudor. ¡Sorpresa!,
exclama Marta, y se cuela en el interior de la vivienda. Eduardo sonríe con
extrañeza y conduce a Marta hasta el salón, donde 7 niños rodean una mesa
repleta de bocadillos de chocolate y chorizo con margarina y batidos de
vainilla y fresa. Gloria, la pareja de Eduardo, le exige una explicación a éste
con la mirada, a lo que responde encogiendo los hombros. Seguro que es obra de
su hermano, para así justificarse que nunca viene a ver su sobrino, y eso que
es el padrino, piensa y no dice Eduardo, al mismo tiempo que Gloria supone que
Eduardo esta elaborando la misma teoría, mil veces repetida. ¿Dónde está
Nacho?, pregunta una desaforada Marta, con los brazos abiertos, y un niño de
pelo negro responde temeroso, levantando la mano. Lo de Stephen King no tiene
nombre, resopla Marta interiormente.
Durante más de una hora Marta repite su repertorio de canciones, bailes
y juegos habituales, consiguiendo desde el primer instante la complicidad de
todos los niños. A su lado, son felices, y ella también lo es. Se muestra
especialmente cariñosa con Nacho, el “cumpleañero”, al que concede todo el
protagonismo. Se esmera Marta, como si se tratara de un ritual sagrado, a la
hora de interpretar la escenografía de apagar las 8 velas, música y luces se
incorporan a la función. Le encanta a Marta cuando en la despedida los niños le
ruegan que no se vaya, que se quede unos minutos más, pero por propia
experiencia sabe que es el momento de marcharse. Por curiosidad, ¿quién te ha
enviado?, no puede evitar preguntarle Gloria en la despedida, junto a la
puerta. ¡Sorpresa!, repite Marta la respuesta de otras ocasiones. De regreso a
casa, tras retirarse peluca, maquillaje, pestañas y nariz roja de plástico,
Marta se tumba en la cama y toma la fotografía que hay sobre la mesita de
noche. En ella aparece un niño moreno, de cara redondeada, en el preciso
momento de soplar una vela con forma del número 8, en el centro de una tarta de
galletas, chocolate y natillas. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, comienza a
tararear.
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