Por
estas fechas, en torno al 23 de abril, los libros escapan de sus anaqueles
habituales y salen a la calle para ofrecerse. Les encantaría abrazarse a
nosotros; pruebe, déjese, notará un familiar y acogedor calor. Un libro sin
lectores es un invierno interminable. Ferias del libro, como la que acaba de
comenzar en Córdoba, actos diversos, mesas redondas, San Jordi y sus rosas, se
afanan en conducirnos por la vereda de los libros, que debería ser un lugar
desgastado por el tránsito, pero que la realidad nos muestra abandonado,
silencioso, solitario, con demasiada frecuencia. No corren buenos tiempos para
los libros y, por tanto, tampoco lo son para los escritores, que en resumidas
cuentas somos los que manchamos de negro sus blancas páginas. Aparecemos como
diminutos en todo el proceso, pequeños tornillos en la gran industria
editorial, pero sin nosotros no existirían los libros. Unos días atrás, en la
edición digital de un periódico leí en un reportaje que el índice de suicidios
entre los escritores es muy superior al del resto de la población. Nada de lo
extrañarse, y hasta puede que las cifras se quedaran cortas. La Literatura es
una profesión de riesgo, y hoy mucho más, me temo. Junto a los periodistas,
otra profesión en vías de extinción, los escritores parecemos estar
predestinados a estar poseídos –esclavizados- por una vocación sin oficio. En
el siglo XIX, el gran Balzac convirtió la vocación, el talento, en una forma de
ganarse la vida: profesionalizó la Literatura. Los escritores de hoy, salvo
unas contadas excepciones, hemos retrocedido a una época preBalzac. Quién lo diría. Es como si a las minas regresaran los
niños, volvieran a colocarse las traviesas de las vías a martillazos o en la
construcción retiraran los andamios, los arneses y las redes.
Con la excusa de la crisis nos han arrebatado
muchas cosas, eso que en su día conocimos como derechos, y que formaban parte
de aquel bello decorado que llamamos Estado del Bienestar. Con la excusa de la
crisis, la cultura ha sido maltratada hasta límites insospechados. Aunque
incipiente, los que formamos parte de ese espacio utópico e invisible que
denominamos mundo cultural, en España disfrutamos durante unos años de un suelo
que, aunque frágil, y hasta puede que ficticio, nos mantenía en pie, sin
grandes fiestas pero con dignidad. Eventos, colaboraciones, congresos, encargos
o editoriales que apostaban por la Literatura, propiciaron que muchos
creyésemos que la nuestra era, tal y como adelantó Balzac, una vocación con
oficio. Eso ya pasó... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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