En
la despedida, después de expulsar todos esos reproches que ella nunca hubiera
podido imaginar, X le dijo que su nombre sería conocido en todo el mundo, que
todos hablarían de él en el futuro. Ella lo contempló desde la distancia de las
emociones, como si se encontrase ante un hombre que le era desconocido, y no le
prestó atención a sus palabras. No intentó nunca X sincerarse de ese modo,
abrir las puertas del laberinto interior, en la consulta del psicólogo. Como
tampoco le contó a sus compañeros trabajo que estaba recibiendo tratamiento
psicológico o qué le sucedía realmente. No le fue difícil mantener el camuflaje,
acostumbrado desde la infancia, X ofreció su particular versión de los hechos.
Necesitaba X seguir siendo un auténtico desconocido, que nadie supiera lo que
pululaba en su interior; temía mostrarse, exponer su verdadera identidad,
consciente de que nadie lo podría entender. Nada que reprochar, él mismo no se
entendía, no se reconocía cuando enfrentaba su rostro ante el espejo. X no ideó
su final en un momento concreto, no puede señalarse una fecha en el calendario.
Como las olas que erosionan las rocas del acantilado, sucedió, sin más. Una
mañana, varios días después de comenzar su baja por enfermedad, buscó en Google
los mecanismos de seguridad de la puerta de la cabina del avión, en qué
consistían, cómo accionarlos manualmente, con el único objetivo de convertirlos
en sus aliados. Señaló en el mapa el lugar idóneo: Los Alpes. Definido el plan,
seguro de los pasos a dar, que había ensayado en decenas de ocasiones, cuando
se encontraba solo en la cabina del avión, antes o después de un nuevo vuelo,
buscó el momento para llevarlo a cabo.
Con la paciencia del relojero que se enfrenta a cien diminutas piezas dispersas
sobre la mesa, X esperó que llegara ese momento tan deseado. Pasaron varios
meses, el corazón le latía fuerte cuando el avión sobrevolaba Los Alpes y el
comandante de turno no abandonaba la cabina. Domesticó su ansiedad, nunca
ofreció el menor gesto externo que lo delatara, ni una sola grieta en la
máscara que tantos años le había costado fabricar. Pero por fin llegó el día,
su gran momento, lo supo cuando se contempló en el espejo y descubrió en sus
ojos un brillo desconocido. 24 de marzo de 2015. El avión, un Airbus 320, tras
despegar del aeropuerto de Barcelona, sobrevuela territorio francés, y comienza
a preparar su aterrizaje en Düsseldorf. El comandante le indica a X que tome el
control del aparato durante unos minutos, que debe ir al aseo. X apenas musita unas
palabras dispersas, casi sin sentido y, nada más abandonar el comandante la
cabina, activa el bloqueo interior de la puerta de acceso. Prosigue con el
plan ideado durante meses sin mostrar
ningún síntoma de nerviosismo o ansiedad, desactiva el piloto automático y
comienza a descender, premeditadamente. La torre de control... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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