Aunque
por el título pudiera parecerlo, no voy a abordar lo que los líderes de algunos
partidos políticos nos han prometido, cuando no escupido, en la recién
finalizada campaña electoral, y me cuesta no hacerlo, créame, que más de uno se
merecen uno y veinte artículos, y hasta una nariz articulada y extensible, a lo
Pinocho, que los delataran cuando nos mienten con tanto descaro. Hablemos de
libros, sí, esos objetos con un montón de páginas, tatuadas por miles de
letras, que pueden llegar a recrear universos inabarcables, sueños alucinantes,
emociones, imágenes que nos trasladan a los lugares más lejanos y recónditos.
Siempre he mantenido que me encanta ver los libros en espacios, formatos o
lugares que no son los habituales. Me aclaro, que siempre se me enfada algún
librero y no es ésa mi intención. Adoro las librerías, algunas de ellas me
parecen verdaderos templos sagrados, cuando no catedrales, de la Literatura, en
serio, las adoro, y cuando encuentras un profesional solvente tu estancia puede
llegar a convertirse en una experiencia inolvidable, riquísima. Es más, creo
que las librerías son imprescindibles, necesarias, esenciales, que sin ellas
seríamos menos sociedad, más burdos, más toscos. Aclarado esto, me reitero en
lo dicho. Defiendo que los libros invadan, ocupen, lugares que no son los
habituales, junto a las cajas de leche, cerca de las latas de tomate o
rozándose con el pan de molde. Amo tanto los libros que los quiero en cualquier
rincón, siempre cerca, al acecho de los lectores; ojalá fueran contagiosos y
tuvieran la capacidad de infectarnos solo con olerlos o mirarlos, como un Ébola de maravillosas consecuencias.
Si me gustan los libros en un frío y sobreiluminado centro comercial,
cómo no me iban a gustar en el mercado Sánchez Peña, en la Corredera. Pues
hasta ahí han llegado gracias a La Palabrería, la bella y sugerente propuesta
de Miguel Marzo. Quién me habría dicho mí que en ese mercado, del que conservo
inolvidables recuerdos, siempre de la mano de mi madre, que me guiaba entre el
laberinto de puestos, en sus diferentes localizaciones a lo largo del tiempo,
podría también encontrarme con los libros. Y, además, porque esa es una de las
peculiaridades de La Palabrería, tal y como hacen sus vecinos, ofreciendo los
libros al peso, a 10 euros el kilo. Cuarto y mitad de Cortázar, medio kilo
largo de Cela, trescientos gramos de Auster, tres cuartos de Pynchon, bien
despachados... sigue leyendo en El Día de Córdoba
Fotografía de Miguel Marzo
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