Asumimos
y aceptamos todas las explicaciones, sin preguntar, sin alzar la voz. Nos
contaron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, que habíamos
gastado lo que no teníamos, que nos creímos que la bacanal era para toda la
vida. Nos contaron que durante años estuvimos viviendo en una fiesta
permanente, en una locura irreal, en la que nos excedimos en todo,
absolutamente en todo. Nos acusaron de romper los platos rotos, toda la vajilla
convertida en añicos, no dejamos ni una sola pieza, esparcida sobre el suelo,
como un caótico tapiz. Y nosotros nos lo creímos todo, todo. Es más, tuvimos
tan asumida la sensación de culpa, nos llegamos a sentir tan responsables, que
comprendimos que merecíamos el correctivo que nos pronosticaban. Y llegamos a ver,
con nuestros propios ojos, el confeti bajo la mesa camilla, botellas de vodka
en la bañera, vomitonas en las macetas, coches de gama alta aparcados en la
puerta, estupendas residencias veraniegas y los platos rotos, como una afilada
y crujiente alfombra, esparciéndose sobre el suelo de nuestras vidas. Y no
había nada, la fiesta nos pasó de largo, pero lograron convencernos de lo
contrario. De hecho, estuvimos tan convencidos, lo contemplamos tan real, que
aceptamos el castigo sin rechistar. Y no dudaron en aplicárnoslo, sin
concesiones, con mano firme, directos a nuestros derechos, a nuestros empleos,
directos al futuro de nuestros hijos.
Es cierto, sí, hubo una fiesta, una orgía en
toda regla, salvaje, loca, pero no nos invitaron a todos, claro, reservado el
derecho de admisión, como siempre. Es más, la mayoría ni nos enteramos de que
estaba teniendo lugar la fiesta. Escuchamos la música lejana, muy al fondo, y
confundimos las lluvias de confeti, las cataratas de alcohol, el brillo de las
carrocerías, con un extraño y repentino efecto climático, con la ilusión de un
segundo. Cada día nos cuentan con más detalle esa fiesta a la que solo tuvieron
acceso unos cuantos. Ahora hemos sabido que, además de los sueldos millonarios,
los privilegiados intereses en los préstamos y en los depósitos, los miembros
del consejo de administración de Cajamadrid contaban con las ya célebres
tarjetas B, u opacas o fantasmas y
demás denominaciones que hemos escuchado en los últimos días. Conjuguemos el
verbo robar, que lo explica mucho mejor, más concreto y certero en este caso.
Nos contaron, no tenemos que forzar en exceso la memoriasigue leyendo en El Día de Córdoba
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