El
difunto Chicho Ibáñez Serrador fue un visionario en muchos aspectos relativos a
la televisión, la pena es que en determinadas cuestiones le hicieran tan poco
caso. Normal, cuando la pela llama a la puerta y la ética deja de rugir en las
tripas. Chicho, con la llegada de las cadenas de televisión privadas, propuso
que se creara un código de “buenas prácticas” para que no se traspasaran
determinadas líneas rojas, en cuando a los contenidos de los espacios
televisivos. Berlusconi lo miró desde la distancia, esbozó una media sonrisa
malvada (marca de la casa), y plantó frente a la cámara a las mamachichos, los giles, los bertines y
demás especies del más diferente y extraño de los pelajes. Y luego, todo lo
demás, vino rodado. Realities chusqueros,
debates chabacanos entre tertulianos con la capacidad intelectual de un
caracol, casposas exclusivas de famosillos de discotecas catetas, supuestos programas
de actualidad política, chismorreos por doquier, el uso del cuerpo de la mujer
como un objeto consumo, injurias e infamias varias, etcétera, etcétera. Todo lo
peor, todo lo que nunca podríamos haber llegado nunca a imaginar, llegó de
golpe, como si alguien hubiera ideado el más perverso plan. Recuerdo que,
cuando solo existían los dos canales públicos, nos quejábamos amargamente de la
escasa oferta que nos ofrecían: estupendas series de producción propia, como Los gozos y las sombras, La barraca o La Regenta; espacios de tertulia y
debate, liderados por Balbín o Hermida; maravillosos programas musicales, como La edad de Oro o La bola de cristal;
dobles sesiones de cine con Cary Grant, Catherine Hepburn o Alfred Hitcthcock,
en fin, ese tipo de televisión. Sí, porque la televisión que un día vimos, sí,
fue así. Y conocimos el Quijote gracias
a sus dibujos animados, recorrimos el mundo de la mano de Miguel de la Cuadra
Salcedo y nos convertimos es especialistas medioambientales por obra y gracia
de Félix Rodríguez de la Fuente o Jacques Cousteau.
La
mayoría de los programas que he comentado anteriormente, la mayoría, insisto,
eran caros en cuanto a su producción, y lo serían mucho más hoy, me temo. Pero
la mayoría de esos programas tenían un componente pedagógico, un nivel de
calidad, que muy difícilmente podríamos cuantificar. Las cadenas de televisión
privadas nos enseñaron que, entre otras cosas, con un presentador de sonrisa
maquiavélica, seis deslenguados sin escrúpulos, una realización/producción tan
plana como cutre y unos titulares tan llamativos como falsos, de un amarillo
profundo, eran capaces de rellenar seis horas de emisión por cuatro duros,
ganando pasta a espuertas. Ese fue el descubrimiento, no nos engañemos, no fue
otro, todo fue y es por el dinero, por dinero, sin tener en cuenta la calidad,
la pedagogía, las consecuencias ni nada de nada. Dinero, solo dinero. Y si
ganaran dinero con carreras de galgos desde Australia, retransmitiendo el
trasiego de las ratas por las alcantarillas (lo hacen, en cierto modo) o
accidentes de tráfico en directo, lo harían, sin ningún tipo de problema. Los
escrúpulos, en el altillo de la moral, de ese armario olvidado.
Porque,
lamentablemente, y es una realidad incontestable, un minuto de la serie más
birriosa, piense en la peor que recuerde haber visto, vale más que un programa
de cuatro horas de canalleo, con sus buenas y larguísimas pausas publicitarias.
Y por dinero, lo que sea. Citas, edredoning,
naufragios varios, camellos por los pasillos, gentuza, inteligencia cero, islas
tentadoras y pasiones de saldo ante las cámaras. Un problema que se incrementa,
y mucho, cuando permitimos que nuestros hijos consuman estos productos que,
obviamente, no les pueden reportar nada positivo, todo lo contrario. Luego,
como dice ese refrán, no le pidamos peras al olmo, no esperemos una cosecha
excelente si el abono que hemos empleado es tan tóxico, capaz de pudrir hasta a
la mejor semilla. Ya nadie quiere recordar la propuesta de Chicho Ibáñez
Serrador, no interesa, visto lo visto. No es de extrañar que, cada día, seamos
más los que renunciamos a la parrilla televisiva para entregarnos a una
programación enlatada, a nuestras islas de alquiler. Si el futuro era esto,
prefiero mil veces una nueva reposición de Verano
azul.
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