martes, 3 de diciembre de 2019

COMPRAR SIN EMOCIÓN


Lo tenía completamente decidido. Tras varios días de búsqueda, visitando cientos de páginas, al fin encontré la ganga entre las gangas, el amplificador deseado, y casi a la mitad de precio. No la mitad, pero un 40% menos, seguro, por ahí andaba la cosa. Plateado, solo tres potenciómetros, con todas las conexiones habidas y por haber, 100 w. de potencia, una burrada, que jamás nadie llegará a disfrutar en los pisitos de pinypon que gastamos, salvo que lo instale en un hangar. Sin dudarlo, lo metí en la cesta. Ya solo quedaba el último y definitivo paso, pagar. Antes de hacerlo, como de costumbre, algo que ya he convertido en un ritual en mis compras digitales, lectura de los comentarios vertidos por anteriores compradores. Es una maravilla, funciona perfecto, los cacharritos se conectan a la primera, no he podido ponerlo a más de la mitad del volumen (NORMAL), menuda ganga, el mejor ampli relación precio calidad, y así durante 15 ó 20 comentarios hasta que llegue a Andrés (da igual el nombre): Todo bien, sí, ya es el segundo que compro, porque el primero se quedó mudo para siempre dos meses después de agotarse la garantía, suena genial, pero para nada suena mejor que mi viejo X (da igual la marca) de 37 años, eso sí que era un amplificador. Y en ese preciso momento, nada más leer ese comentario, dirigí la mirada hacia a mi anciano ampli X, 33 años tiene ya mi amigo, coloqué un disco de Prince en el plato (que ya no es el original), subí considerablemente el volumen, no pude pasar de la mitad (NORMAL), y durante unos minutos me quedé como hipnotizado, embelesado, como si otra vez tuviera 17 años y hubiera acabado de instalar mi nuevo y flamante equipo de música, que estrené, también, con una canción de Prince, When doves cry.
Lo confieso una vez más: la compañía más estable que he tenido en mi vida es la música. Me acompaña desde que recuerdo. No me imagino sin música al lado. Tampoco me imagino sin libros o películas. Nunca he sentido predilección por los coches o por las motos, jamás le pedí un Vespino o una Variant a mis padres, tampoco una Motoreta, no sueño con ir a un restaurante con estrellas Michelín (pero Paco, me encantaría conocer Noor), la ropa de marca es un concepto de no termino de entender y que no encaja en mi vida, pero eso sí, discos, películas o libros, cuantos más mejor, siempre serán pocos. Por eso, para mí tener un buen reproductor de música se convirtió, desde muy joven, en una especie de obsesión. Durante meses, en aquel tiempo sin Internet, de información lenta y pesada, las comparativas se hacían a pie, yendo de una tienda a otra, me entregué a la búsqueda del equipo de música, hasta que por fin lo encontré. Negro, repleto de luces, cinco piezas independientes y ¡con mando a distancia! Faltaba el último y gran escollo, el precio: 175.000 pesetas, una auténtica fortuna en 1986. De hecho, hoy en día un equipo de música con ese precio sigue siendo caro. Negocié con mi padre un préstamo que le iría pagando mensualmente, debo de reconocer que me perdonó bastantes cuotas, yo me ocupé de la entrada, 20.000 pesetas.
Me sería muy difícil describir todas las emociones que desfilaron por mi interior cuando escuché mi equipo de sonido por primera vez, cuando mis amigos venían a casa y compartíamos discos o en mil situaciones más. Todo eso pasó por mi cabeza el otro día, como un fogonazo. Y una pregunta fue creciendo: ¿realmente necesito un nuevo amplificador? Me bastó intentar subir de nuevo el volumen más de la mitad y no conseguirlo (NORMAL). En los blackfridays, en los cybermondays y demás días de ventas al por mayor nos hemos entregado al consumo por el consumo, a la posesión por la posesión, excluyendo cualquier componente que nos proporcione la más pequeña de las emociones. Compramos deportivas a las que no les gastaremos las suelas, televisores que ni sabremos nunca cómo se manejan en su totalidad o relojes deportivos de los que nos cansaremos cuando entendamos que es más cómodo leer los WhatApps directamente en el móvil y que tampoco es tan interesante saber las horas que hemos dormido. Y nos desprenderemos de ellos, porque no han significado nada en nuestras vidas. Porque lo fácil, lo que no nos ha costado mucho esfuerzo porque no lo hemos deseado realmente, no merece la pena.

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