Lo
tenía completamente decidido. Tras varios días de búsqueda, visitando cientos
de páginas, al fin encontré la ganga entre las gangas, el amplificador deseado,
y casi a la mitad de precio. No la mitad, pero un 40% menos, seguro, por ahí
andaba la cosa. Plateado, solo tres potenciómetros, con todas las conexiones
habidas y por haber, 100 w. de potencia, una burrada, que jamás nadie llegará a
disfrutar en los pisitos de pinypon
que gastamos, salvo que lo instale en un hangar. Sin dudarlo, lo metí en la
cesta. Ya solo quedaba el último y definitivo paso, pagar. Antes de hacerlo,
como de costumbre, algo que ya he convertido en un ritual en mis compras
digitales, lectura de los comentarios vertidos por anteriores compradores. Es una maravilla, funciona perfecto, los
cacharritos se conectan a la primera, no he podido ponerlo a más de la mitad
del volumen (NORMAL), menuda ganga,
el mejor ampli relación precio calidad, y así durante 15 ó 20 comentarios
hasta que llegue a Andrés (da igual el nombre): Todo bien, sí, ya es el segundo que compro, porque el primero se quedó
mudo para siempre dos meses después de agotarse la garantía, suena genial, pero
para nada suena mejor que mi viejo X (da igual la marca) de 37 años, eso sí que era un amplificador.
Y en ese preciso momento, nada más leer ese comentario, dirigí la mirada hacia
a mi anciano ampli X, 33 años tiene ya mi amigo, coloqué un disco de Prince en
el plato (que ya no es el original), subí considerablemente el volumen, no pude
pasar de la mitad (NORMAL), y durante unos minutos me quedé como hipnotizado,
embelesado, como si otra vez tuviera 17 años y hubiera acabado de instalar mi
nuevo y flamante equipo de música, que estrené, también, con una canción de
Prince, When doves cry.
Lo
confieso una vez más: la compañía más estable que he tenido en mi vida es la
música. Me acompaña desde que recuerdo. No me imagino sin música al lado.
Tampoco me imagino sin libros o películas. Nunca he sentido predilección por
los coches o por las motos, jamás le pedí un Vespino o una Variant a
mis padres, tampoco una Motoreta, no
sueño con ir a un restaurante con estrellas Michelín
(pero Paco, me encantaría conocer Noor),
la ropa de marca es un concepto de no
termino de entender y que no encaja en mi vida, pero eso sí, discos, películas
o libros, cuantos más mejor, siempre serán pocos. Por eso, para mí tener un
buen reproductor de música se convirtió, desde muy joven, en una especie de
obsesión. Durante meses, en aquel tiempo sin Internet, de información lenta y
pesada, las comparativas se hacían a pie, yendo de una tienda a otra, me
entregué a la búsqueda del equipo de música, hasta que por fin lo encontré.
Negro, repleto de luces, cinco piezas independientes y ¡con mando a distancia!
Faltaba el último y gran escollo, el precio: 175.000 pesetas, una auténtica
fortuna en 1986. De hecho, hoy en día un equipo de música con ese precio sigue
siendo caro. Negocié con mi padre un préstamo que le iría pagando mensualmente,
debo de reconocer que me perdonó bastantes cuotas, yo me ocupé de la entrada,
20.000 pesetas.
Me
sería muy difícil describir todas las emociones que desfilaron por mi interior
cuando escuché mi equipo de sonido por primera vez, cuando mis amigos venían a
casa y compartíamos discos o en mil situaciones más. Todo eso pasó por mi
cabeza el otro día, como un fogonazo. Y una pregunta fue creciendo: ¿realmente
necesito un nuevo amplificador? Me bastó intentar subir de nuevo el volumen más
de la mitad y no conseguirlo (NORMAL). En los blackfridays, en los cybermondays
y demás días de ventas al por mayor nos hemos entregado al consumo por el
consumo, a la posesión por la posesión, excluyendo cualquier componente que nos
proporcione la más pequeña de las emociones. Compramos deportivas a las que no
les gastaremos las suelas, televisores que ni sabremos nunca cómo se manejan en
su totalidad o relojes deportivos de los que nos cansaremos cuando entendamos
que es más cómodo leer los WhatApps
directamente en el móvil y que tampoco es tan interesante saber las horas que
hemos dormido. Y nos desprenderemos de ellos, porque no han significado nada en
nuestras vidas. Porque lo fácil, lo que no nos ha costado mucho esfuerzo porque
no lo hemos deseado realmente, no merece la pena.
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