En
una televisión privada, Movistar, ha comenzado un programa titulado El poder de la música que debería estar
en la parrilla, por pedagogía, calidad y necesidad, de una televisión pública,
abierto a todo el mundo. La dinámica del espacio es muy sencilla: conocidos
personajes, de muy diferentes ámbitos, cuentan a la cámara canciones, artistas,
bandas, que han sido muy importantes en su vida, por los más distintos y variopintos
motivos. Una emocionada Alaska, en la primera entrega, narraba, incluso con
lágrimas en los ojos, lo que ha supuesto la figura, la música y las canciones
de David Bowie en su vida. He de reconocer que me sentí plenamente identificado
con Alaska, es de mi club. Siempre recordaré cuando me enteré de la muerte de
Bowie, en un atasco, bajo la lluvia, dentro del coche, la voz del locutor al
anunciarlo. Lloré durante varios minutos con las manos apretadas al volante,
impotente, desconcertado, huérfano en gran medida. Y lo mismo me sucedió con
Prince, Eduardo Benavente o Lennon. Hay canciones que me reportan tal cantidad
de emociones que soy incapaz de administrar y calcular mis reacciones. Escuchar
a Calamaro, en directo, cantar Paloma
sigue siendo un chute de melancolía que me es imposible disimular. El viento a favor, El extranjero o Maldito
duende, de Enrique Bunbury. Los Beatles, Dylan, Los Planetas, Viva Suecia,
qué sé yo. No cito más ejemplos, avalancha. Y encuentro emociones similares, en
intensidad, en descontrol emocional, en la literatura o en el cine/series. Soy
el típico espectador llorón, lo reconozco, y necesitaría seis páginas de periódico
para enumerar todas las escenas que me han enrojecido los ojos. Cuando acabé de
ver Toy Story 3 tuve que permanecer
en la butaca del cine varios minutos porque me daba vergüenza abandonar la sala
con semejante llorera, y mientras pude me camuflé en las sombras.
En
mis últimas novelas, trato de explicar y definir a mis personajes a través de
sus consumos culturales. Porque somos como y lo que comemos, como conducimos,
como vestimos o como fumamos (los que fumen), pero somos, sobre todo, lo que
consumimos culturalmente. La música que escuchamos, los libros que leemos, las
películas que vemos o las exposiciones que visitamos conforman nuestra personalidad.
No son circunstancias livianas de nuestras vidas, meros adornos, no, nos
construyen, nos perfilan, nos definen. Y, en cierto modo, tejen una red social
invisible pero real que tiende a reunirnos, a seducirnos, a encontrarnos. Es
emocionante toparse con otras personas que comparten tus mismas inquietudes,
que se emocionan con expresiones similares a las que tú. Alivia, gusta, te
proporciona una sensación de pertenencia, de inclusión, a un grupo, a un clan,
a una tribu de seres similares. A la Literatura, por ejemplo, algo que nunca me
cansaré de repetir, le debo algunos de mis mejores amigos, que son algo
parecido a una familia, según pasan los años. Y eso nunca sabré como agradecérselo,
además de todas las satisfacciones que me reporta a diario, cada vez que tengo
un libro entre las manos.
Dicen
que los hijos tienen que matar, en un sentido metafórico, a sus padres,
consecuentes con el tiempo en el que se desarrollan. Siempre tiempo con
circunstancias muy diferentes a las nuestras, muy diferentes, por muchos
paralelismos que pretendamos establecer. Por eso, yo no quiero ni pretendo que
a mis hijos les gusten la música, las películas o los libros que a mí me
gustan, eso sería un ejercicio de onanismo fundamentalista. Lo que quiero, y
pretendo, es que también se dejen emocionar, construir y definir por las
expresiones culturales con las que más se sientan identificados. Que hagan de
la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, un elemento cotidiano de sus
vidas. Porque estoy seguro que las suyas serán vidas más ricas, más limpias,
más libres y menos solitarias. Porque la cultura, al menos así yo la entiendo,
puede llegar a ser la compañía más estable, duradera y fiel con la que te
encuentras a lo largo de tu existencia. Gracias a la música, a los libros, a
las películas, siempre me he sentido acompañado, nunca solo, y eso no es poco.
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