Leía
la pasada semana, en este mismo diario, que el 11 de diciembre es el día de las
rupturas matrimoniales, así a modo de resumen. La fecha sale de un portal
llamado Information es beautiful, que
con toda probabilidad con ese nombre será el espacio virtual favorito de
Zuckerberg y de Trump, y que tras un estudio a más de dos mil millones de
usuarios de Facebook, da como resultado que el 11 de diciembre es cuando más se
cambia la información sobre el estado sentimental en la red social de marras. Nos
vigilan, hasta ese punto: Tinder al acecho. La explicación de algunos
especialistas sustenta con gran lógica este argumento: la frase comida familiar
de Navidad provoca en nuestro interior convulsiones y cambios anímicos similares
a los que padecen aquellas personas mordidas por un zombie o vampiro. Porque lo
que debería ser un momento entrañable se convierte en un inasumible reto, con
frecuencia, en una maratoniana prueba emocional que no todo el mundo está
dispuesto a superar. En el mismo artículo, se señala que la segunda fecha con
mayor influencia en las rupturas de pareja se produce con el inicio de cada
nuevo año. De hecho, al primer lunes del año los especialistas ya lo denominan
Día D (de Divorcio). Y son muchas las causas, las explicaciones, las tesis y
los teoremas, que básicamente se resumen en uno solo: si muchas parejas apenas
se aguantan en el día a día, cuando se ven lo justo por los trabajos (quien
tenga), rutinas y demás, la situación se convierte en insostenible cuando
llegan los periodos vacacionales, muy prolongado el contacto, con el aliño del
componente familiar. Hoy no vamos a hablar de suegros y suegras, de cuñados y
cuñadas, pero todo el mundo sabe, por propia experiencia, que bien podríamos
escribir todo un periódico, un manual obeso y hasta una enciclopedia de varios
tomos, que son muchos los casos, los ejemplos y las aristas a analizar en el
siempre complejo universo familiar.
Este
artículo de las rupturas sentimentales me trasladó a la novela de Isaac Rosa, Feliz final, en la que narra con
brillantez, emoción e hilando muy fino, tanto que todos nos podemos sentir
representados, el fin de una pareja. Y casi coincidió en el tiempo, el citado
artículo, con el estreno, por llamarlo de algún modo, de Historia de un matrimonio. Que las series de televisión y las
plataformas han creado un nuevo concepto audiovisual es más que una evidencia.
Y que en este cambio Netflix ha dado un paso más largo que el resto tampoco hay
quien lo discuta. El año pasado lo hizo con la sensorial Roma, de Alfonso Cuarón, y este año ha ido más lejos con el El irlandés, de un tal Martin Scorsese o
con la referida Historia de un matrimonio.
Un inciso. Con respecto a la película de Scorsese, que tanto se está
comentando, indiscutiblemente no es una de sus obras mayores, no es Uno de los nuestros o Taxi Driver, no, pero está muy por
encima de la media de lo que podemos contemplar. Porque, a fin de cuentas, es
una película de Scorsese, con todo lo que eso entraña.
Hay
quien reconoce en Historia de un matrimonio
una nueva Kramer contra Kramer,
aquella legendaria película que nos instruyó en el divorcio y sus dolores
cuando aún éramos unos novatos en el tema. Es una analogía demasiado simple,
entiendo. La película de Noah Baumbach es una recreación de la ruptura desde
todos los ángulos posibles, y contando con la participación de todos los
afectados, en primer, segundo y tercer grado, de la pareja misma, a los hijos,
y sin olvidarse de la familia y amigos. Fascinantes las interpretaciones de
Scarlet Johanson y de Adam Driver, así como del resto del elenco, con unos
sobresalientes Alan Alda, Laura Dern y Ray Liotta. La crítica coincide en una
palabra para definir esta película: desgarradora. La palabra más acertada en
este caso. Ya que toda ruptura supone eso, un auténtico y emocional desgarro,
perder una parte, ya sea el 11 de diciembre, el primer lunes del año o el 23 de
junio, mientras suena la canción de Vetusta Morla.
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