Mi
primera vez con Tarantino, Reservoir dogs
obviamente, fue en un cine de verano. Fui el último de mis amigos en verla, y
como a ese hereje que es necesario convertir a la mayor brevedad, así me conducían,
incrédulos de que aún no hubiese visto la nueva gran maravilla del cine
mundial. Suele suceder, cuando se pasan un tiempo dándote la tabarra con las
bondades de algo, cuando llega el momento vas con el colmillo retorcido y la
mirada afilada, buscando más el error que la virtud. Somos así, no lo podemos
remediar. No fue, precisamente, un amor a primera vista lo mío con Tarantino, Reservoir Dogs me pareció mucho menos
que la fama que la precedía, soporífera en determinados diálogos, y de sonrisa,
como mucho, en algunos momentos, mientras que mis amigos tildaban aquellas
ocurrencias, tipo a la de Madonna, como auténticas genialidades. Me entretuvo y
poco más, seguía prefiriendo al auténtico, a Peckimpack, tan presente en toda
la película. Y llegó Pulp Fiction y
me tapé la boca. Indiscutible, incuestionable. Me entusiasmó de principio a fin,
excitante, apasionante, un torbellino de ideas, diálogos y planos memorables,
uno de los despliegues más arrebatadores que he contemplado en una pantalla de
cine. En estado de gracia, Tarantino durante un tiempo fue un cineasta que no
dudaba en proclamar sus referencias, en acudir a materiales más allá de los
estrictamente cinematográficos, y que a la vez tenía el tiempo y talento
suficientes para participar en otros proyectos, de un modo u otro, como Amor a quemarropa, Asesinos natos o Abierto
hasta el amanecer, junto a su amigo Robert Rodríguez. Un ciclón creativo.
En
Jackie Brown, que sigue siendo una de
mis preferidas, encontré a un Tarantino más sosegado, más comedido, pero mejor
narrador, ofreciendo diferentes puntos de vista. Y prosiguieron las excesivas,
delirantes y maravillosas Kill Bill, I y
II, y Malditos Bastardos, irregular
acercamiento al cine bélico. De sus dos incursiones expresas en el western
clásico, en todo su cine siempre hay referencias, solo me interesó, y no
excesivamente, Django desencadenado; Los odiosos ocho me parece su película
más fallida hasta el momento. Ha regresado Tarantino a las pantallas con Érase una vez Hollywood, que bien podría
considerarse como la película menos suya, si revisamos su obra pasada, la más
convencional desde un punto de vista narrativo, pero no por ello deja de ser
memorable, hasta el punto de situarla, sin dudar, en la cúspide de su carrera. Es
una historia contada con nervio, con soltura, sin esos diálogos suyos, tan
característicos por otra parte, pero que en más de una ocasión me han
conseguido desesperar. Acaba ya, he tenido ganas de gritar en más de una
ocasión. Tanto Brad Pitt como Di Caprio realizan unas fantásticas
interpretaciones, no se hacen sombra, no se estorban, se complementan
perfectamente. Y lo mismo sucede con Margot Robbie, tan monumental como breve
en su recreación de Sharon Tate. Citándola, es inevitable mencionar a Charles
Manson, tan presente durante todo el metraje, desde una perspectiva que
recuerda mucho a la narrada por Emma Cline, en su espléndida novela, Las chicas.
Érase una vez Hollywood
es la declaración filmada de amor que Tarantino le dedica al cine, a los
géneros que le han acompañado a lo largo de su vida, a sus claras e inevitables
referencias, del cine negro, a la comedia, pasando por el Spaghetti Western, capital en esta película. No termino de
comprender las devastadoras críticas que este film ha recibido por parte de
determinados críticos, parapetándose tras extensísimos textos, en algunas
ocasiones, como si necesitaran muchas palabras y argumentos para explicar su
rechazo. Cuenta con todos los ingredientes que le debemos exigir a una obra de
estas características, además de desprender una pasión, un continuo homenaje,
al cine y sus principales protagonistas. Después de ver Érase una vez Hollywood, espero que Tarantino no cumpla con su
promesa, de retirarse tras dirigir la décima película –le quedaría solo una-. A
este nivel, que nunca separe la claqueta de su mano.
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