Sara
tiene ojos de Luna llena y sonrisa de niña en su fiesta de cumpleaños. Una
sonrisa blanca y nacarada, como el fondo de sus ojos. En realidad, es lo
habitual en la familia de Sara. Desde que recuerda, todos tienen la misma piel
y los mismos ojos. Así son la mayoría en Mundo C, que no es lo mejor si quieres
alcanzar Mundo B o Mundo A. Porque en Mundo C todos sueñan con algún día llegar,
como poco, a Mundo B, A es un sueño al alcance de solo unos pocos elegidos.
Sara tuvo una tía que pasó un tiempo en Mundo A, o eso le han contado desde
pequeña. Nunca la conoció Sara, ya había fallecido cuando ella nació, pero aun
así se ha convertido en su modelo y espejo, en la personificación del sueño que
algún día querría alcanzar. Porque en el mundo de Sara es difícil vivir, no
vivir bien, simplemente vivir. Las enfermedades, las guerras y la pobreza han
transformado la temporalidad en permanencia. Desde que recuerdan, el eco y
memoria de los que pasaron antes, siempre ha sido así y por eso el sueño es
escapar, huir, llegar a alguno de los otros dos mundos. Según cuentan los más
viejos del lugar, viejos que no superan los cuarenta años, hubo un tiempo en el
que era posible alcanzar los otros mundos, y conseguir un empleo, y tener una
casa y que tus hijos fueran al colegio, y que tuvieran un médico, y pasar
noches descansando, sin tener miedo, sin tener este miedo arrebatador que trae
cada nueva noche en Mundo C. Cuando Sara y sus hermanos escuchan están
historias no pueden llegar a imaginarse ese mundo tan diferente, tan
radicalmente diferente, al que viven. Yo no creo que eso sea verdad, dijo Sara
la primera vez que lo escuchó, y todos a su alrededor asintieron, dándole la
razón.
En
ese tiempo tan lejano y tan imposible de asimilar no había muros entre los
mundos y el mar era un espacio navegable, transitable, y no la fosa abisal de
muerte que es hoy. Hoy el mar, para los habitantes de Mundo C es el terror, la
muerte, sin más explicaciones. Nadie sobrevive al mar, nadie regresa para
contarlo, nadie alcanza otro mundo. Sara, así como sus hermanas y primas, así
como sus amigas, tienen al menos una oportunidad para llegar, por lo menos, a
Mundo B: entregar un hijo a cambio. En realidad, ha de ser un niño, sano,
fuerte, sin ninguna marca corporal, ya que si no se cumplen todos estos
requisitos la mujer debe entregar algo más a cambio. Su cuerpo, para disfrute
de hombres que la fecunden con un nuevo niño o su tiempo, trabajando sin
recibir nada a cambio. Ese es el trato, que la mayoría de las mujeres que
pueblan Mundo C aceptan, ya que permanecer es un mal garantizado, solo es una
cuestión de tiempo, sufrimiento y resistencia. Por eso las mujeres de Mundo C hacen
todo lo posible por no querer a los hombres, conscientes de que tendrán que
separarse de ellos, aunque lleven a sus hijos en las entrañas.
Sara
está a punto de iniciar el trascendental viaje, por fin está embarazada, de
José. Tras tres semanas de hacer el amor sin besos ni caricias, casi sin
mirarse, lo ha logrado. En dos días subirá a un avión que la trasladará a un
punto cualquiera de Mundo B, donde le espera la familia que la acogerá hasta
que dé a luz. Entonces, y solo entonces, sabrá si puede quedarse en el nuevo
mundo y cuáles serán sus condiciones. Por eso, hasta que llegue ese momento,
Sara está predispuesta a disfrutar de estos meses que, si no cumple con todos
los requisitos, serán los mejores de su vida, el oasis en medio del desierto. La
última noche en su mundo ha transcurrido en una pesadilla que le ha dolido como
si fuera real. Daba a luz a una niña, bonita, sí, pero pequeña y menuda, con un
gran lunar blanco en la espalda. La expulsaban de Mundo B y las dejaban en
mitad del mar, a bordo de una pequeña e inestable embarcación. Se ahogaban y
los pasajeros de los barcos que pasaban al lado contemplaban la escena sin
inmutarse. Antes de salir de su casa por última vez, Sara se examina,
centímetro a centímetro, ante el espejo, tratando de adivinar el resultado del
trato.
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