Durante
mucho tiempo, Ana le ha pedido a su madre que, en su cumpleaños, no sacara el
viejo álbum fotográfico que guarda en un cajón de su cómoda, en el dormitorio.
Con el álbum entre las manos, su madre siempre le recordaba la misma fotografía.
Ana, acababa de cumplir 3 años, lloraba mientras abrazaba a una muñeca. Y no
lloraba porque no le gustara la muñeca o porque le doliera la garganta o porque
no quisiese que la fotografiasen. Lloraba porque hubiese preferido que la
retratasen con el balón de fútbol que tenía en las manos solo cinco minutos
antes y que su padre le quitó para la fotografía. Déjale la pelota. Una pelota no es cosa de niñas, eso es una
extravagancia. Vaya tontería. Claro, y luego salen como salen. Lo que más
le gustaba a Ana del colegio era el recreo, poder jugar al fútbol con sus
compañeros. Era el único momento en el que podía hacerlo, porque una vez en
clase de educación física el profesor dividía a los alumnos por sexos. Los
niños podían escoger entre fútbol o balonmano y las niñas entre voleibol o
baloncesto, pero en las canastas pequeñas. Ana siempre escogía voleibol porque
la pista estaba más cerca del campo de fútbol y así tenía la oportunidad de
patear las pelotas que a sus compañeros se les escapaban.
Le
habría gustado a Ana jugar al fútbol con mayor asiduidad y durante más tiempo,
pero no lo fue posible. Para poder hacerlo en algunos de los clubes de la
ciudad debía estar federada y por aquel entonces no se les permitía a las
chicas. Tampoco lo entendió Ana como una ofensa, era lo habitual, lo normal,
las chicas no jugaban al futbol. Y, por lo tanto, lo suyo era una
extravagancia. Esa era la palabra que su padre más empleaba: extravagancia.
En
el instituto nadie jugaba al fútbol, ni los chicos ni las chicas, nadie. El
campo de tierra era un páramo de porterías maltrechas, charcos con sus propios
habitantes y balones olvidados en las esquinas. En ese campo de fútbol se besó
por primera vez con Pedro, un compañero de clase. No duraron mucho, apenas unas
semanas. Simplemente no conectaron. Sí creyó conectar con Luis, y de hecho
durante cuatro meses lo pasaron muy bien. Pero una tarde de viernes todo
cambió: Luis le dijo que no entendía que esa noche solo quedase con sus amigas.
Tras una discusión de 15 llamadas interrumpidas, Ana decidió que no quedaría
con sus amigas. Y hasta llegó a entender los motivos de Luis. Seis meses
después, cansada de discusiones similares, Ana rompió con Luis.
La
nota no le dio para Periodismo y se tuvo que conformar con Filología Hispánica,
que le acabó gustando más de lo que podría haber imaginado en un principio. Recuerda
que en esa época discutía con frecuencia con su madre, que tras divorciarse de
su padre había comenzado a colaborar en una asociación de mujeres. Esas son
cosas de otro tiempo, le solía decir Ana a su madre, cada vez que la veía
marchar a una manifestación o concentración. No le costó terminar la carrera,
siendo uno de los mejores expedientes de su promoción. Sin embargo, no la
invitaron a ser profesora asociada ni tampoco pudo acceder a la beca de
investigación, como hubiera sido su deseo. Su novio de entonces, Ricardo, sí
comenzó a dar clases unos meses después de finalizar los estudios. Empezaron
una vida independiente, gracias al sueldo de él y a lo que ella sacaba con las
clases particulares. Cuando Ricardo consiguió ser profesor titular se mudaron a
una casa más grande y más céntrica. Ana empezó a preparar las oposiciones de
secundaria cuando llegó Julia, la semana que viene cumple 14 años. No aprobó
las oposiciones Ana, si con una hija era complicado, con dos más, Roberto y
Quique, lo entendió como un imposible. Ahora, mientras espera a su madre, han
quedado para ir juntas a la manifestación del 8 de marzo, Ana recuerda la
fotografía con la muñeca, los partidos de fútbol y aquel novio cascarrabias del
instituto, cuyo nombre no recuerda. Repasa su vida, lo que podría haber sido y
no fue, no es. Y piensa en lo que quiere que sea para su hija. Una vida
decidida por ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario