El que la muerte, sus consecuencias, la obsesión que
despierta o su definición, forman parte del epicentro argumental de infinidad
de novelas, canciones, cuadros o películas no creo que sea necesario
recordarlo, que ya está ahí Woody Allen como gran ejemplo al respecto. En
realidad, es el gran argumento de nuestras vidas. Aunque sabemos que es
inevitable, que nadie ha conseguido escapar de ella, que es el fin, game over,
pensamos y repensamos la muerte como si intuyéramos que somos los elegidos, los
primeros en no padecerla. Desgraciadamente, he visto y sentido la muerte desde
muy joven, el destino o que se quiera llamar eso quiso que mi familia se
partiera en dos muchísimo tiempo antes de lo previsto. Se fueron demasiado
jóvenes los tres, muy pronto. Si algo saco en claro de mi contacto con la
muerte es que quienes realmente la padecemos somos los que nos quedamos aquí,
los que permanecemos en este mundo que compartimos con los que se fueron. Ellos
se van y dejan de sentir, desaparecen, no están. También he aprendido que el
dolor no se disuelve como una burbuja de jabón, que no se reduce pasado el
tiempo, que el luto, y me refiero al sentimiento de pérdida, a que tu vida ya
no volverá a ser igual porque faltan algunos de sus protagonistas, nunca
desaparece. Simplemente, te acostumbras a vivir con el dolor, con el dolor
propio y con el dolor de los demás. Recientemente he tenido la oportunidad de
leer dos novelas que abordan el tema de la muerte y del dolor que genera y la
forma en cómo lo expresamos o compartimos que me han llamado poderosamente la
atención. Me han tocado por dentro, incluso me he sentido un elemento activo de
las historias narradas, por cercanía, por similitud, por reconocerme en las
palabras impresas sobre el papel.
La nueva novela de Miguel Ángel Hernández es El
dolor de los demás, y bien podría haberse titulado igual que la novela con
la que descubrí a este excelente narrador: Intento de escapada,
igualmente publicada por Anagrama. Catalogada por algunos como autoficción, la
obra parte de un trágico suceso que marcó su juventud, así como la
aparentemente tranquila existencia de sus vecinos y familiares en la huerta
murciana: su mejor amigo mató a su hermana y a continuación se suicidó,
arrojándose a un barranco, en la Nochebuena de 1995. Abiertamente, Hernández
abre una puerta de su vida que mantuvo cerrada, premeditadamente, durante mucho
tiempo, con la intención de ajustar cuentas con el pasado y asumir y aceptar
sus propia memoria, su vida y, sobre todo, las ausencias. Asumir la ausencias,
aceptarlas, entender y convencerte de que no volverán, tal vez sea la primera
lección en el manual de la muerte, la síntesis del dolor. Escrita desde las
entrañas, sin tapujos, sin pensar en el qué dirán los protagonistas de la historia,
es un ejercicio de espeleología sentimental tan profundo como sincero. También
es El dolor de los demás el retrato de una España tan desconocida como
cercana, tan presente como ignorada, en la que muchos crecimos y nos
desarrollamos. Esa España sin megas y sin gastrobares, de tapas y chatos, de
redes sociales instaladas en los soportales, cuando se tomaba el fresco al
anocher; esa España de muchos cuchicheos y pocas palabras, de visillos y
encajes, de emotividad contenida y estricta moralidad.
Estricta moralidad, aunque también podríamos hablar
de la moralidad oficial, establecida, que está muy presente en Muertes
pequeñas, la novela de la británica Emma Flint, que ha publicado en España
la editorial Malpaso. Como en la novela de Miguel Ángel Hernández, la historia
arranca con la desaparición y asesinato de los dos hijos del recién disuelto
matrimonio Malone, en Queens, Nueva York, en 1965, en el transcurso de una
calurosísimo verano. La representación pública que Ruth, la verdadera
protagonista de Muertes pequeñas, escenifica es, en realidad, la gran
trama que sustenta esta novela con apariencia de thriller. No es Ruth Malone la
imagen del dolor que se espera por parte de quienes la rodean, que la
contemplan desde el resquemor y la desconfianza. También como sucede en El
dolor de los demás, Muertes pequeñas es una certera y brillante
fotografía, y hasta radiografía, de un tiempo pasado, que se sigue colando
entre las sábanas cada mañana. Novelas, ambas, que nos hablan de la muerte y,
sobre todo, del dolor que sentimos los que nos quedamos. Un dolor que tal vez
sea el mismo en todos, pero que cada cual disfrazamos como podemos.
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