Lo tengo claro: conato descarado de boicot. Jennifer López
lo ha intentando, se le ve a la legua, pero se ha pasado de rosca. Su Anillo
ha traspasado la frontera de Eurovisión para colarse en el amplio e infinito
universo de lo innombrable y hasta de la infamia más absoluta, si uno le dedica
dos segundos a escuchar la letra de la canción de marras. Tengo claro que no ha
sido coincidencia, que J. Lo. y su equipo han tratado de eclipsar a Eurovisión,
han querido decir algo parecido a: esta canción sí que ganaría el festival,
y de calle, pero no, se confunden, que ese no es el concepto, por mucho que
nuestro Silvestre se empeñe en mostrar tableta en ese videoclip a lo Juego
de tronos futurista o yo que sé qué es eso, indefinible e indescriptible en
el grado más superlativo. La verdad es que da miedito, aunque más miedito da
imaginarte bailando el Anillo en cualquiera de las fiestas, ferias o
verbenas que nos acechan. Que el calor se acerca y exige su canción del verano,
su copla de estribillo machacón, ese hit hortera que debe reinar en la
pista de nuestra discoteca mental, esa que llegamos a tararear hasta para
nuestro disgusto. Y nos regañamos, pero no se preocupe, que todos guardamos un
muerto en el armario, o dos o tres, y hasta una docena, y todos nos hemos
dejado llevar por esa canción tan canalla como horrenda, pero bailonga para
nuestra desgracia. No más prólogos, adentrémonos en el asunto, hablemos de
Eurovisión, que es lo que toca por estas fechas, que la canción del verano aún
se encuentra en el horno, en proceso de cocción, quién sabe si en Lisboa están
echando los leños al fuego. Hablando de Lisboa, lo reconozco, fui uno de uno de
esos miles que se quedó en la lista de espera virtual para conseguir una
entrada. Sí, lo reconozco, me encanta Eurovisión, y me encantaría asistir a una
final, y me temo que, a este paso, tendré que tomar un avión y recorrer miles
de kilómetros, si se mantiene la costumbre de que la final se celebre en el
país ganador de la anterior edición.
Después de lo sucedido el año pasado ya no me atrevo a
pronosticar nada, y me refiero a que la canción de Salvador Sobral tenía el
ritmo y la electricidad de una carrera de caracoles. Haga una prueba, trate de
recuperar el estribillo, trate de cantarla, tararee, si alguien del grupo lo
consigue merece ser reconocido como cum laude en el doctorado
eurovisivo. Me temo que influyó la situación personal del artista, la debilidad
que nos mostraba, esa petición de cariño que parecía demandar cada vez que
abría la boca. Aunque Eurovisión tiene eso, siempre, se alimenta de los
extrarradios, de la atmósfera circundante, y hasta de las fronteras, que le
pregunten a Rusia, si no, esa cantidad de puntos satélites –no fallaba una el
fallecido Uribarri en sus vaticinios-. Si no tenemos en cuenta lo sucedido el
año pasado, me temo que Alfred y Amaia, la representación española, cuenta con
muy pocas posibilidades. La cálida y sugerente voz de ella no es suficiente
para levantar una tristona canción Disney, que empieza a ser reconocida,
y hasta a gustar, sí, porque llega a gustar, después de muchas escuchas. Y
Eurovisión no es eso, Eurovisión es el chispazo del instante, el estribillo
facilón que se te queda a la primera, las lentejuelas y el brindis, los bótox
exagerados y los taconazos, el brillo con reclamo, la pandemia de lo hortera.
Toneladas de purpurina. En un segundo, sin tiempo de espera.
Tengo la impresión de que Lo malo, la canción de Aitana y Ana,
igualmente de Operación Triunfo, habría contado con más posibilidades, aunque
después de lo del año pasado cualquier cosa es posible, insisto. A pesar de
todo esto, me mojo, y adelanto el país ganador, y mis amigos coinciden conmigo
–sí, nos reunimos para examinar los candidatos; llamadnos frikis, si queréis-,
si mantiene en directo el desparpajo que exhibe en el videoclip: Israel. Netta,
su representante, cuenta con todos los atributos para alzarse con el galardón,
y hasta para ser estrella futura, y Toy, la canción, es el resumen
perfecto de lo que debe ser un premio de Eurovisión. Aunque no desdeñemos a la
República Checa, con accidente incluido, ni a cualquier nórdico, siempre tan
arropaditos entre ellos y ni a una de esas sorpresas que el festival se saca de
la manga para seguir avivando su leyenda. Este sábado es la cita, ya tenemos
preparados los frutos secos, los caracoles y las pizzas. Los taconazos, los
brillos y las lentejuelas, en la pantalla. El Anillo lo tenemos
reservado para la apoteosis final, por si aún nos cabe un gramo más de eso, lo
que sea, y que prefiero no definir.
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