Indiscutiblemente, no hace honor a su nombre. No le
sucede lo mismo que a El accidente, que bien podría haberse titulado,
con idéntica exactitud, La catástrofe y hasta El batacazo.
En este caso, no, por todos los motivos. Tenían que ser esa pareja del cine
español que conforman Alberto Rodríguez y Rafael Cobos los que se atrevieran a
dar el paso para ofrecernos un producto televisivo de primera calidad, capaz de
competir con cualquiera que nos llega
“allende nuestras fronteras”, empleando una expresión de orgullo patrio de otro
tiempo. Porque La peste es cine, puro cine, que se proyecta en las
pantallas de televisión. No creo que haya mejor elogio para una novela, una
canción, una película o una serie de televisión, la primera sensación que tuve
nada más terminar de ver La peste es que necesitaba seguir viéndola, no
quiero esperar una segunda temporada, la quiero ya, y una tercera y una cuarta
y una quinta, hasta que el hijo de Mateo, o de quien sea, tome el relevo, hasta
que Paco León nos muestre las canas de los años y hasta cuando alguien limpie
un poco las calles de Sevilla. Sé que voy a repetir argumentos que ya se han
comentado, aún teniendo en cuenta ese riesgo, que es el peor de los riesgos en
estos casos, no puedo dejar de mencionar la excelente manufactura de la serie,
sí, parece de HBO, sí, y no cito a Netflix porque alguien me podría recordar a Las
chicas del cable, y no. Es imponente la ambientación, creíble, la sientes,
sientes la mugre, los harapos, hueles y tocas, vives, esa Sevilla monumental y
sarnosa al mismo tiempo, puerta de entrada a un Nuevo Mundo, como una Nueva
York del siglo XVI. La trama te engancha desde el primer momento, desde la
primera secuencia, gracias a la historia que te plantean y gracias, igualmente,
al magnetismo de los personajes principales. Personajes excelentemente
perfilados, con multitud de aristas, de pieles, que nos asombran, conmueven y
atrapan conforme los episodios se van sucediendo. Personajes que consiguen ese
objetivo tan complicado de alcanzar en cualquier buen thriller, ni nada ni
nadie es lo que parece (si no todo lo contrario).
Porque La peste, además de un exhaustivo
recorrido por la Sevilla y España del Siglo XVI, es un thriller de principio a
fin, y lo hace cumpliendo con nota, con sobresaliente, siendo muy correcta con
el género, al que homenajea a través de las referencias que encontramos a lo
largo de los capítulos. No me cabe duda de que con La peste va a suceder
un fenómeno similar, a la española, claro, que con el Rebeldes de
Coppola, en el sentido de que va a suponer la rampa de lanzamiento de una nueva
generación de actores y actrices. Quiero y necesito ver más veces a Mateo
resolviendo casos, impecablemente interpretado por Pablo Molinero, un actor al
que debemos prestarle atención, intuyo que nos ofrecerá grandes
interpretaciones en el futuro. O a Patricia López Arnáiz, vibrante en esa
contención, o a Cecilia Gómez, en su papel de Eugenia, frágil y dura al mismo
tiempo, o a Manolo Solo, que ya ha dejado de ser una revelación para convertirse
en una garantía de buen hacer, o a Paco Tous o a Paco León, sobreponiéndose a
esa tic cómica que le adjudicamos por defecto. Es de destacar que en una obra
tan coral, de tan amplio reparto, nadie desentone. Y yo agradezco, sobre todo,
que no desentonen los niños que aparecen, que ha sido históricamente un
hándicap de la escena española. En La peste, afortunadamente, no, y los
niños también resultan creíbles.
No puedo acabar sin referirme al acento, esa
polémica que aún no termino de comprender. ¿Alguien, en su sano juicio, podría
plantearse que en La peste, una serie que transcurre en Sevilla, en
Andalucía, los personajes no hablaran con acento? En el Siglo XVI ya existía el
acento andaluz, sí. Imagino que usted no cuestiona los dos primeros Padrinos,
a estas alturas ya es incuestionable. ¿Ha visto en versión original esas
películas, ha escuchado el acento de Brando y De Niro, por ejemplo? ¿Cree que
mereció algún tipo de crítica? Todo lo contrario, formó parte de los elogios,
el que ambos actores incorporaran un deje “calabrés” en sus interpretaciones.
Naderías aparte, en La peste se vuelve a demostrar, tal y como
demostraron en 7 vírgenes, en La isla mínima o en El hombre de
las mil caras, que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos son el músculo más sano
y fuerte, más ágil, de la anatomía sobre la que se expande la cinematografía
española.
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