Muchos de los cincuenta asesinados en el club Pulse
de Orlando, hasta sentir como esas balas acababan con sus vidas, sintieron y
padecieron otras muchas –balas- a lo largo de los años.
La celebración del Día del Orgullo Gay de este año estará
marcada por el terrible atentado perpetrado en Orlando la pasada semana.
Crespones negros en la bandera del Arco Iris. La crónica, desgraciadamente, es
muy fácil y simple de resumir: Omar Mateen se coló en el club Pulse,
donde se celebraba una fiesta latina, y comenzó a disparar su fusil contra todo
aquel que se encontraba a su paso. Una acción que pocas horas después fue
reivindicaba por el grupo terrorista Estado Islámico. Grupo que calificaba a
Mateen como un Soldado del Califato. ¿Soldado? Era un cobarde, era un
demente, era y será recordado como un asesino, pero nunca como un soldado. Una
de las mayores masacres que hayamos conocido en la historia criminal de los
Estados Unidos, que ya es decir si tenemos en cuenta la abultada y sangrienta
lista de pirados varios que se han liado a tiros con quien han tenido delante a
lo largo de su historia más reciente. Como suele suceder, tras abrirse algunas
de las puertas de la caja negra escondida en el interior de Mateen,
hemos sabido que era un cliente habitual de Pulse, que se relacionaba
con otros hombres, al menos de manera virtual, a través de una aplicación usada
mayoritariamente por homosexuales y que hasta su propia esposa lo ha calificado
como alguien que no aceptaba su propia sexualidad. Y seguro que seguiremos
descubriendo más cuevas y puertas secretas en el interior del monstruo, con las
que poder trazar una silueta o un esbozo de su personalidad. En cualquier caso,
da igual, improvisado lobo solitario o aplicado miembro de una
estructura terrorista, lo que queda son cincuentas personas asesinadas por
ningún motivo, ya que la identidad sexual de una persona jamás puede
considerarse motivo o pretexto para nada, en ningún sentido. Cincuenta
cadáveres producto de la intolerancia, la sinrazón y la locura. Cincuenta
víctimas que añadir en la cuenta de la infamia. Una cuenta sin punto final.
Con toda probabilidad, maldita probabilidad, muchos de los cincuenta
asesinados en el club Pulse de Orlando, hasta sentir como esas balas
acababan con sus vidas, sintieron y padecieron otras muchas –balas- a lo largo
de los años. A bocajarro, desde la distancia, por la espalda, sin previo aviso,
ráfagas, fuego cruzado. Balas con forma de insultos: en el colegio, en la
universidad, en un autobús, mariquita, maricón, bujarra, nenaza; las
balas del desprecio: demasiadas miradas, miles de risitas despectivas, cientos
de comentarios vejatorios; las balas de la discriminación: amigos que dejaron
de serlo, la distancia de algunos familiares, ese empleo que no pudieron
conseguir. Ninguna de esas balas abrió una brecha en la piel, desgarró músculos
y miembros antes de acabar con el latido de un corazón, no, pero aún así
causaron sus heridas, sus miedos, sus temores. Aunque no fueron tan letales,
tal vez porque no acertaron en el blanco... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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