Estamos plenamente convencidos de que la vida es
complicada, eso no hay quien lo dude ni lo ponga en cuestión. Pero yo, con
frecuencia, tengo la impresión de que nos la hacen más complicada de lo que
realmente es y que todas esas complicaciones supletorias que vamos añadiendo a
nuestra rutina diaria construyen esa complejidad que nos creemos como si se
tratara dogma de fe. Hay dificultades muy comentadas, así, a vuela pluma: ¿por
qué lo llaman abrefácil si es mentira? Es fácil abrir el bote de tomate si
utilizas las tijeras, claro. Pero, ¿dónde están las tijeras? Las tijeras, como
las pinzas de depilar, el metro o el cargador de la videoconsola cuentan como
autonomía propia, nunca nadie sabe por dónde andan. Pixar debería plantearse
rodar una versión de Toy Story, pero con electrodomésticos y utensilios del
hogar. Yo los imagino así, jugando al escondite con nosotros, regocijándose con
nuestros enfados. Y las lonchas de queso, ¿qué me dice? ¿Tal difícil sería
imprimir una flechita roja que nos mostrase el camino? Y ya no voy a escudriñar
sobre esos picos de queso que nos dejamos en la esquina, que daría para un
mayor y más intenso debate. Envases sin esquinas, por favor. En este catálogo
de las cosas complicadas que son las que realmente hacen nuestra vida
complicada se encuentra esa célebre y reflexiva máxima que nos remite a la
tradición, a lo que se ha hecho siempre, a las cosas son como son, para
seguir haciendo determinadas cosas que no tienen absolutamente sentido o que
consiguen que nuestra vida sea más complicada. Un ejemplo ilustrativo: la fecha
de apertura y cierre de las piscinas comunitarias.
Siempre está el típico vecino que, enarbolando la bandera de la
tradición o la de las cosas han sido siempre así, sentencia con firmeza:
la piscina se abre al vecindario el 15 de junio y se cierra el 15 de
septiembre, y ya da igual que el 30 de mayo estemos a 40 grados y mires la
piscina con una mezcla de odio y pena o que el 1 de septiembre esté diluviando
y el socorrista se encuentre bajo el único trozo de toldo que ha resistido la
tromba de agua, leyéndose la décima novela de la temporada, por puro
aburrimiento. Las cosas son como son. No me cabe duda que el mayor y más
incongruente ejemplo es el del cambio horario, que acabamos de padecer. Todavía
no hemos asimilado los regresos: al trabajo, al colegio o a la Universidad, los
días se tornan grises, a ratos lluviosos, las terrazas comienzan a despoblarse,
los jardines a exhibir alopecia, y cuando más necesitamos un gesto cálido, una
caricia, medio beso aunque... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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