El
27 de enero de 1945, el ejército soviético liberó el campo de concentración y
exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau. Apenas quedaban 7000 personas en su
interior, la mayoría judíos. Supervivientes, milagrosamente, entre más del
millón de “internos” que llegaron a estar almacenados como despojos, antes de
ser torturados, en el campo, desde su apertura en 1940. Más de un millón de
personas, se estima que la cifra se aproximaría a 1.300.000, vejadas y
asesinadas en menos de cinco años. No hagamos los cálculos de las víctimas
mensuales, semanales, diarios… Generaciones destrozadas, masacradas, cercenadas
sin motivo, la lógica del mal. Hace unos años estuve en Polonia, en Cracovia
concretamente, y tuve la oportunidad de visitar el campo de Auschwitz, situado
a unos cuarenta kilómetros de la bellísima ciudad. No quise. Me bastó con
conocer la factoría de Oskar Schindler, donde poco más de mil judíos,
trabajadores, pudieron salvar su vida gracias a la complicidad del famoso
empresario. Recuerdo las calles, las fachadas de las casas, el frío de la
mañana, esos mismos adoquines que fueron testigos de lo que ocurrió. El
trayecto hasta la fábrica me conmovió, me estremeció, las imágenes de la
deslumbrante película de Spielberg se colaban en mis pensamientos, creí sentir
el horror y la ansiedad, el miedo, en su estado más puro, a mi alrededor, me
arañaba la piel, me escocía. Supe, en ese preciso momento, que no resistiría la
visita al campo de exterminio de Auschwitz. En un lugar así, el dolor debe
permanecer para siempre, transformado en un olor que es imposible eliminar.
Un estremecimiento similar al que he padecido recientemente cuando hemos
vuelto a recordar a Auschwitz y su decálogo de horrores. El tiempo no consigue reducir
la intensidad del magnicidio, las imágenes siguen traspasando la fina piel de
nuestra sensibilidad. 70 años, no ha pasado tanto tiempo. Un estremecimiento
similar al que siento cada vez que alguien minimiza o duda del Holocausto que
padeció el pueblo judío o cuando se intenta comparar con hechos, igualmente
deplorables, que no son ni remotamente parecidos en su dimensión y magnitud. No
lo son. Hay quien considera que “sentimos” especialmente el genocidio que
padecieron los judíos, la Shoash, porque se trata de un drama narrado y filmado,
mil veces literaturizado y llevado a la pantalla. Sí, lo ha sido, porque desgraciadamente
es muy generoso en atrezo: la interminables filas de hombres consumidos en la
hambruna, las cabezas rapadas... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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