Llegó
como llega todos los años, día arriba o abajo, chispa más o menos, sin avisar,
en unas horas, de golpe, casi a traición. Ya que nos habíamos inventado hasta
una nueva estación, el veroño –la RAE
ya analiza su prevalencia-, las mantas y las faldas de la mesa, los braseros,
las estufas, las camisetas interiores y los calcetines gordos, todavía
escondidos, cuando no arrinconados, en los altillos, con olor a oscuridad y
naftalina. El hombre que asa las castañas en la plaza por fin se ha dejado de
sentir desubicado, cuentan que lo vieron en la sala de espera del psicólogo,
deprimido y solo, lejos de todos. Al vecino que preparaba un meme de una cena de Navidad con todos
los invitados en bañador se le ha quedado la cara de Piqué cuando agarró la
pelota con la mano en el Bernabéu. Fue el martes pasado, todos lo recordamos,
contamos con una anécdota que ya hemos relatado en más de una ocasión. Salimos
de casa en mangas de camisa, puede que con una rebequita a lo sumo, y
regresamos con los dientes reproduciendo las doce campanadas de la Puerta del
Sol. Así fue, y así lo hemos contado, y puede que lo hayamos vivido con la
electricidad de la novedad y con toda seguridad ya nos ha pasado, unas cuantas
veces, en el pasado. Se nos quedó cara de Bill Murray, cafetera y mantra, el
despertador empeñado en repetir el mismo tono. Sí, nos pasó como siempre,
pasamos de eso que conocemos como otoño y que no deja de ser un verano más
simpático, para adentrarnos en el invierno, en el frío. Ya está aquí, ya llegó,
con todos sus aliños y componendas, con sus sabores, con sus lágrimas
mañaneras, con el placer cálido que fabricamos bajo las mantas, con el rugido
de termos y el café hirviendo entre nuestras manos.
Pero el pasado martes el frío llegó antes de que el termómetro decidiera
darle un buen susto al mercurio. Llegó cuando conocimos la nueva cifra de
personas que no tienen empleo en nuestro país y el informe de Cáritas salió a
la luz. Eso sí que es frío, crudo invierno, hielo en estado puro, congelados,
como esos escaladores que permanecen en las laderas del Himalaya, estatuas
rituales de sus fracasos. No alcanzaron la cima. No hablemos de cimas en este
caso, porque a diferencia de esos escaladores congelados, obsesionados por
lograr su objetivo, los que engordan las cifras de estas terribles estadísticas
tan solo buscan sobrevivir, contar los días, con la esperanza de que este crudo
invierno concluya de una maldita vez. Sí, estamos instalados permanentemente en
el invierno, el hielo bajo nuestros pies no se derrite, por mucho que se
empeñen en soltar bocanadas de esa sal publicitaria y panfletaria que nos habla
de la España que va bien, que hemos iniciado la recuperación y que pronto habrá
calefacción central. No, seguimos en el invierno. Tiritando... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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