Viendo la estupenda Nebraska, de Alexander Payne, recordé un relato de John Cheever, Reunión, que comienza así:
La última vez que vi a mi
padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los
montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había
alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en
Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer
juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de
información a mediodía, y cuando aún estaban dando las doce lo vi venir a
través de la multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado
tres años antes y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo
tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi
fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que
hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien
parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la
espalda y me estrechó la mano.
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