Abdela conoció en España todas las formas de la Navidad: los regalos, el marisco, el pavo, los árboles iluminados, los villancicos y los petardos. También conoció Abdela las expresiones más dulces de la Navidad: la sonrisa de los niños, la ilusión que desprenden sus ojos. Nunca hubiera podido imaginar Abdela todo esto años atrás, cuando le entregó las cien mil pesetas que le cobraron por llegar a España. En el remolque de un camión, tras unas cajas de fruta se escondía una pequeña y oscura habitación. Acompañaban a Abdela diez hombres y seis mujeres, una de ellas embarazada, que dio a luz nada más traspasar la frontera española, en Cádiz. Dejó atrás Abdela a sus hermanos, a su madre, a sus amigos, su casa, su tierra. Una tierra sin Navidad, sin árboles iluminados, sin villancicos. Siguiendo las instrucciones de un primo, Abdela se instaló en un pequeño piso en las afueras de la ciudad; compartía la cama –siempre caliente- con otros tres hombres, a cambio de diez mil pesetas. Meses después de su llegada, coincidiendo con la Navidad, Abdela comenzó a trabajar en un centro comercial. Un trabajo sencillo y cómodo: Rey Mago, le dijo Cándido, el encargado. Durante 24 días, de diez a diez, Abdela dejó de ser Abdela, para convertirse en Baltasar, el Rey Mago –negro-. Su piel, su sonrisa nacarada, su gesto amable, la dulzura de su voz, el trato con los niños, propiciaron que durante 17 navidades, durante 24 días –de 10 a 10-, Abdela fuera el Rey Mago –negro- que recogía las ilusionadas cartas de los chavales. En estos 17 años Abdela ha visto a cientos de niños y niñas transformarse en hombres y mujeres. En miles de casas, se pueden encontrar fotografías, de Abdela, o del Rey Mago –negro-, con un niño en su regazo. Tal vez usted mismo, yo, su vecino, tengamos en casa, en la estantería del comedor, en ese álbum maltratado por el tiempo, la fotografía de Abdela junto a uno de nuestros hijos. Aunque para usted, para su vecino, para mí, no se trate de Abdela, es el Rey Mago –negro-, Baltasar.
Como cada mes de noviembre –de los últimos 17 años-, el centro comercial decoró su fachada principal con los colores de la Navidad. Tras unos días de espera, extrañado por la tardanza, siempre puntual, el encargado de las actividades, Cándido, trató de localizar a Abdela. Una tarea realmente complicada, sin un número de teléfono que marcar o una dirección a la que acudir. Durante 17 años sólo había sido Abdela para Cándido, para todos los trabajadores y clientes del centro comercial, el Rey Mago –negro-. El director del centro comercial también echó de menos al Rey Mago que recibe a los niños en la entrada del establecimiento y preguntó a Cándido por Abdela –realmente no preguntó por Abdela, no conocía su nombre, ¿dónde está el rey negro?, dijo. Cándido inventó una respuesta con la que ganar algo de tiempo: ha estado enfermo pero mañana mismo se incorpora. Que no pase ni un día más, le exigió el director. Cándido, apremiado por las palabras de su superior, buscó por buena parte de la ciudad a su Rey Mago –negro-. Lo buscó, sin resultado, en esos barrios de la periferia donde se concentran los que son como Abdela. Horas después, dispuesto Cándido a repetirle al director la fácil y lógica excusa que había preparado: Abdela se ha tenido que volver a su país, detuvo su automóvil junto a la fachada del centro comercial de la competencia. Por eso que nos gusta definir como deformación profesional, Cándido examinó la decoración del centro, los colores, las luces. Sorprendido, descubrió un Rey Mago –negro- justo en la puerta principal. Rápidamente, descendió al automóvil y se acercó hasta el que contemplaba como Abdela. ¿Dónde te has metido?, le preguntó nada más tenerlo enfrente. ¿Cómo dice?, respondió el rey. ¿Abdela?; Yo no soy Abdela. Entre el terciopelo, bajo la corona, entre la oscuridad de su piel, quiso encontrar Cándido a Abdela. ¿De verdad que no eres Abdela?, insistió; no, se limitó a responder el rey. De vuelta a su automóvil, aturdido e incrédulo, Cándido le dedicó una última mirada al Rey Mago –negro-.
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