domingo, 27 de septiembre de 2009

POR QUÉ NO DECIR BASTA










Negar que en los últimos años se ha avanzado en la igualdad entre los géneros, sería negar lo evidente. También es cierto que ha sido mayor el avance legislativo o normativo que el social, donde la desigualdad sigue siendo un asunto desdichadamente rutinario. Me temo que habrán de pasar algunas generaciones hasta que la igualdad real, en todos los aspectos y ámbitos de nuestras vidas, constituya el cotidiano, y la desigualdad una excepción. Aún queda mucho, mucho por recorrer, mucho por rectificar, mucho por naturalizar. En demasiadas ocasiones el machismo se gesta en el mundo de la empresa, no es necesario recordar la brutal diferencia de salarios, se gesta en las organizaciones, ya sean políticas, sindicales o culturales, y se gesta, sobre todo, en la familia. Inconsciente o conscientemente, desde la naturalidad de una tradición tan excluyente como perversa, a los hombres y a las mujeres se nos educa de manera muy diferente en multitud de ocasiones, adjudicándole a uno y otra roles completamente diferentes. Mi hijo Israel juega con príncipes y princesas, Aurora, Felipe, Cenicienta o Michael, que componen el imaginario de su infantil mundo de cuento. Cuando salimos a pasear, mi hijo gusta acompañarse de alguno de sus muñecos o muñecas. Si lleva entre sus manos un príncipe, no pasa nada, todo es normal, es lo natural; pero como sea una princesa la cosa cambia, radicalmente. Les puedo asegurar que en un simple trayecto de cien metros son varios los comentarios que escuchamos, las risas que contemplamos alrededor, y no sólo de gente mayor, de personas de mi generación y, lo que más me preocupa, de niños de su propia edad. Tengamos en cuenta que mi hijo tiene cuatro años.

Curiosamente, a un amplio número de amigos de mi hijo les encantan las muñecas, pasear un carrito de bebé o hacer comiditas, y me he topado con reacciones paternas de todo tipo. Hay quien consiente que juegue con muñecas, pero sólo en casa, les prohíben exhibirlas en el exterior. Hay quien se niega a que las tengan, a pesar del deseo manifiesto de sus hijos. Hay quien lo vive como una absoluta pesadilla y te muestran dudas sobre la sexualidad de sus retoños. Yo mismo, lo reconozco, criado en el machismo de un franquismo que devoraba todo y a todos, me ha costado entender que a mi hijo le gusten por igual los muñecos y las muñecas, que le encante cambiarles de vestido, que las peine, que organice bodas entre ellos, y hasta me he obstinado en ponerle una pelota entre las piernas o en aficionarlo a la bicicleta. Y todo, trágica y sencillamente, porque no soportaba las risitas, las miradas de soslayo y los comentarios de los que me rodeaban, hasta que comprendí que la felicidad de mi hijo, su desarrollo personal, su libertad, estaban muy por encima de estos arcaicos efectos colaterales de una sociedad en la que el machismo y la desigualdad siguen siendo santo y seña. Seamos sinceros, no nos escondamos detrás de una máscara de idealismo que no existe, tal vez más de un lector esté sonriendo al leer este artículo, y hasta puede que se esté sorprendiendo, y fabrique esas coletillas que empleamos para explicarlo todo. Porque la desigualdad, la falta de respeto por la personalidad y libertad de cada cual, se construye sobre un discurso facilón, plano, tan sencillo como cruel. Porque en este país se nos ha educado a formar parte de la “moral oficial”, a respetarla, acatarla y transmitirla aunque no la compartamos, aunque nos duela, aunque nos reduzca como personas y frene expresiones muy íntimas de nuestra propia naturaleza. Y todo, en una gran mayoría de las ocasiones, por el qué dirán, que ha sido la liturgia permanente que ha repicado en nuestros oídos. Basta, ha llegado el momento de decir basta.

Las muñecas de mi hijo son un mero ejemplo de un amplísimo catálogo donde caben, desgraciadamente, mil y un ejemplos más. Seguimos manteniendo un mundo donde los hombres y las mujeres, desde pequeños, han de adoptar papeles absolutamente diferentes. Seguimos manteniendo modelos sociales, familiares, morales, que no hacen otra cosas que mermar el natural crecimiento de nuestras personalidades. Podrán cambiar las leyes, las normas, los tantos por ciento, que son necesarios, indiscutiblemente, pero mientras no lo haga la sociedad, todos y cada uno de nosotros, siempre contemplaremos la deseada meta desde el comienzo de un camino que nos da miedo recorrer. Tendremos que comenzar a decir basta.

El Día de Córdoba

2 comentarios:

Maria dijo...

Aún recuerdo cuando mi hermano pequeño, también con la misma edad, 4 añitos, le robaba la fregona y el cepillo de barrer a mi madre, porque le gustaba limpiar (en realidad, esto era bastante divertido... a uno se le caía un poco de leche o agua en una habitación y cuando ibas a por la fregona resultaba que la tenía un moco de medio metro en otro cuarto porque le divertía fregar... que era más grande la fregona que él.)Mis padres, ante la insistencia del chiquillo, decidieron regalarle en Navidades junto con algunos regalos más que no recuerdo, un juego de limpieza de juguete, con cepillo, cubo, fregona y recogedor adecuados para su altura -más de una vez había llegado con chichones, que una fregona pesa cuando el palo te da en la cabeza...- Al niño se le encendió la cara nada más verlo, y los demás regalos pasaron a un segundo plano, y no nos acordamos de ellos, porque, mal que les pese a mis padres, el niño no les prestó mucha atención, enganchó el juego de limpieza y se puso a recorrer el piso...Curiosamente, tengo la imagen viva en la cabeza de aquellos utensilios, y eran cómo no, rosas y blancos, colores pastel, algo de azul claro... es decir, diseñados para niñas.

Creo que fue una de las veces que más orgullosa me he sentido de mis padres, pues para algunas cosas son muy conservadores, pero supieron dejarle ser y crecer como él quería en ese momento, lo mismo que a mí me dieron bolsas de indios y vaqueros cuando era pequeña.

Deberíamos de conseguir entre todos, que los prejuicios morales se disolvieran solo con la sonrisa que asome en la cara de quien no los tiene. La que seguro se le pone a tu hijo cuando tiene un príncipe o princesa nuevo, la que se me ponía a mí con mis indios de plástico (esta es real, que hay fotos que la atestiguan) o la de mi hermano fregando con su kit de limpieza.

Saludos.

Salvador Gutiérrez Solís dijo...

María, muchas gracias por tus palabras, y muchísimas gracias por compartir recuerdos tan maravillosos.
Y, por supuesto, de acuerdo en todo, la sonrisa de un niño está por encima de todos nuestros prejuicios, por supuesto¡¡¡¡¡¡saludos