El lector ocasional podrá sorprenderse por la exhaustividad, rayana en lo maniático, con que El orden de la memoria relata todo lo referido a su protagonista, el joven empresario Eloy Granero. En poco menos de 300 páginas conoceremos sus gustos, sabremos cuál es su prostituta favorita, a qué local va a tomar las copas después del trabajo, cuantas baldas de la estantería dedica a archivar esas revistas de decoración que lee en sus días libres, mientras pica de un plato de frutos secos… También le conoceremos a él, y sabremos de su indiferencia hacia casi todo, de la distancia que le separa de los demás, de su propio trabajo. Pero la memoria impone un orden determinado, pone a cada uno en su sitio, y llevará a Eloy Granero a asumir partes de su pasado, esas partes que él pensaba que habían quedado enterradas, y que, en cierta manera, siguen ahí.
Con esta novela, Salvador Gutiérrez Solís sigue el camino marcado por tantos escritores norteamericanos, que nos quieren convencer del realismo y la verosimilitud de sus trabajos literarios. Ahí es nada. Escritores como Truman Capote, Raymond Carver o Bret Easton Ellis tienen en común el realismo. Y aunque no siempre hayan basado su obra en hechos reales, se suelen servir de su capacidad de convicción para hacernos creer que lo narrado sucedió tal y como se cuenta, que es parte de la vida cotidiana, que pudo pasar ahí mismo, a tiro de piedra.
Por otro lado, Gutiérrez Solís no quiere desvincularse de su tradición continental, al dar preponderancia al ambiente social en el que se enmarca su protagonista, dando lugar a interesantes apuntes costumbristas. De las novelas de Simenon a las películas de Chabrol, de las novelas de Thierry Jonquet al cine social de Tavernier, todas ellas son referencias que planean sobre El orden de la memoria. No espere el lector explicaciones muy evidentes, justificaciones mecanicistas o alusiones a traumas infantiles; habrá de implicarse para profundizar en el personaje y comprenderlo.
Resulta muy clarificadora la afición de Eloy Granero por la fotografía, y ahí podríamos tener la clave de la novela. Acumula montones de carretes que nunca revela, quizás pensando que si no llegan a verse esas fotografías, los hechos retratados en ellas desaparecerán, como si nunca hubieran tenido lugar. Pero la memoria, insistimos, impone su propio orden, y emergerán las viejas culpabilidades. Y si no culpabilidades, sí al menos asuntos molestos o comprometidos, que obligarían a dar más explicaciones de las necesarias. Otra baza de la novela, claro está, es su falta de moral didáctica. Salvador Gutiérrez Solís no pretende aportar un ejemplo a seguir ni ilustrar las consecuencias que acompañan a determinados comportamientos.
El autor, muy acorde con lo que nos está contando, nos muestra con precisión fotográfica las entrañas de su personaje, del ambiente que le rodea. Pero quizás tanta capacidad para el detalle reste intensidad a la novela, al perderse en algunos momentos la perspectiva de conjunto.
En suma, estamos ante una obra de altas ambiciones literarias, excelentemente narrada, y dotada de una gran fluidez. Podría decepcionar a los lectores habituales de género negro, ya que en este caso, el crimen no es un fin en sí mismo, sino un punto de partida desde el cual estudiar sus implicaciones. Es más, frente a la habitual ritualización de la violencia, al aura mítica y mitómana con que se envuelve –en la ficción, y, cada vez más a menudo, en la realidad– a los asesinos, se agradecen novelas como esta, donde lo que predomina es el aspecto cotidiano del delito y su naturaleza banal, lejos de las grandilocuencias a las que estamos tan acostumbrados.
David G. Panadero
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