Concha tenía todas esas cosas, pocas cosas, que un hombre suele querer -que una mujer tenga-. Es decir: las cosas en su sitio, a su altura, gravitatorias y con volumen. Con mucho volumen. Canalilla, apretada y manzanera. Sentimental y enamoradiza, Cáncer de primeros de julio. Lloró cuando se congeló Di Caprio en Titanic y cuando se murió Chanquete en la octava reposición de Verano Azul.
Pedro tenía todas esas cosas, cositas, que cualquier mujer no suele querer -que un hombre tenga-. Es decir: las cosas en un sitio equivocado, aleatorias y escasas. Muy escasas. Pajarillo, gafitas y dedillos. Con toda la malaleche de los buenos Aries -con cuernos retorcidos-, malaleche de verdad.
Aún así eran pareja, no de hecho, por la Iglesia: luna de miel en Lanzarote -hotel cinco estrellas, habitación insonorizada y desayuno continental-. Ninguna regla -salvo la del "cinco"- es perfecta. O los volúmenes y las carencias se complementan, que también puede suceder.
Concha sabía mover el culo como nadie; la mejor. En el súper, cargada de latas de cola, con su uniforme de rayas -atléticas: rojas y blancas- era como una diosa casquivana, pecadora y emplumada del Folies Bergere. Desfilaba entre los estantes rezumando guarrería, incitando a la humedad, provocando tortícolis, celos y matinales montañas de sábanas a su paso. No parecía una simple reponedora de la sección de refrescos.
Pedro no movía tan bien el culo, tampoco el suyo era un culo de exhibición. Siempre pegado al asiento del sillón, fusionado a la pana de un ayer marrón del cojín. Eso sí, con una lata -de cerveza- en una mano, y el mando a distancia en la otra, las gafitas en la punta de la nariz, recorría los idiomas y los canales, y las presentadoras gorditas y los culebrones venezolanos, y los campeonatos austro-húngaros de billar y los debates de vecinas chabacanas todas las horas de todas las mañanas de lunes a lunes, toda la semana. Pedro era la versión fangosa de aquel ángel caído: destronado, herido y sucio.
A las tres en punto Concha colgaba el uniforme, en una taquilla con fotografías de Riqui Martin, se ajustaba las medias y ceñía el culo en unos tejanos descoloridos entre charlas. Pedro calentaba lentejas con chorizo o freía pollo empanado. A las tres y media comían, sin hablar, mirando la enésima repetición de los goles del domingo o el polvo del aparador -o el azul descafeinado del techo-. El hombre del tiempo anticipaba tormenta -con fuerte marejada- en el Cantábrico.
A las cuatro, después del segundo cigarrillo, después de apurar el tinto, Concha fregaba los dos platos y la ollita o la sartén, mientras el café hervía. Pedro la observaba desde la puerta, ciego en ese culo que a tantos había cegado durante la mañana en el súper. Dos minutos de comentar las noticias de una jornada sin noticias. Dos minutos de ver y fingir escuchar.
Pedro hablaba por hablar, movía la boca, mientras soñaba ver en el cuerpo de Concha las manos y las acrobacias de la película del viernes a las una y media -de la madrugada-. Los ojos enmarcados por ese culito que no hace tanto había sido rojiblanco y entonces era tejano, y grotescamente erótico. Cuando ya no le cabía más culo en el cerebro, ni más presión en los pantalones, Pedro se acercaba hasta Concha y primero colocaba una mano en el cachete derecho y luego la otra en el izquierdo, derecho izquierdo, derecho izquierdo. Siempre: derecho izquierdo; fijaciones de la niñez.
Las manos como lapas de los bolsillos, temblorosas en el vaivén. A continuación, besitos en la nuca, besitos entre los caracolillos, besitos en donde el pelo traiciona a la peluquera, besitos hasta que la cafetera silbaba. Cuando la cafetera silbaba, ella se giraba en busca del silbido y hacían el amor -un amor de dos empujones y medio gemido- sobre la mesa de la cocina, bajo la lámpara del comedor, sobre el suelo del pasillo o en la cama, si les daba tiempo a llegar al dormitorio.
Cigarrillo, café y cigarrillo. Pocas palabras. La tormenta del Cantábrico instalada en el comedor. Pedro buscando y encontrando en cada "no" un reproche. "Si estoy aquí es porque no he encontrado nada...". "Yo no te he dicho nada de...". "¿Te crees qué me gusta esto?". "Que yo no...". "Ya, no te preocupes, aunque sea de minero...". Más silencio, un silencio profundo, de palabras que escuecen, que pujan por salir.
La reconciliación en la cena, a eso de los postres. "Médico de familia" y a la cama. Esta vez para dormir: por la noche Concha no fregaba los platos. "Buenas noches". "Si Dios quiere". Sueño rápido y vueltas en la cama. El final de otro día como otro cualquiera. La Luna sobre el espectro de Cáncer y Aries con los cuernos más retorcidos.
Así pasaron los días. Las semanas y los meses. Tal vez algún año. Algunas variaciones se produjeron en sus vidas. A Concha la cambiaron de sección en el súper. Gama blanca: electrodomésticos. Su uniforme siguió siendo rojiblanco, más rojiblanco, le regalaron uno nuevo en la empresa por tres años de servicio. El culito bien, tatuado en la falda, más ligero, sin el peso de las latas. Con la misma forma, la misma reina entre los estantes.
Pedro se compró un libro de cocina, uno de dieta mediterránea que su presentadora favorita recomendó una mañana. Comenzó a elaborar menús variados y complicados. No lo hizo por ampliar su cultura gastronómica. No. El estofado de cerdo y las berenjenas gratinadas requerían más trabajo, más tiempo y, claro, más sartenes, cuchillos y coladores. Concha tardaba más en fregar lo ensuciado, lo que no la inquietó en un principio. Además, Pedro parecía más calmado, más suave y el paladar lo agradecía y la tregua de paz se rompía un poco más tarde. La cafetera también comenzó a silbar un poco más tarde.
Los movimientos se siguieron repitiendo, retardados. Pedro en la puerta de la cocina, el culito enfrente, más vaivén, más manos de viernes por la noche magreándolo. Olor a café y las manos, sus manos, en el culo, derecho izquierdo, besitos en la nuca y amor sobre la mesa de la cocina porque a llegar al dormitorio, ni siquiera al pasillo, les daba tiempo. Cigarrillo, café, cigarrillo y discusión. "Médico de familia" y buenas noches en las mejillas.
La monotonía conduce a la reflexión -que es la madre del aburrimiento-. Concha escuchaba la conversación de sus compañeras, todas rojiblancas pero ninguna con su culo, en los descansos de las once y media, sobre los hábitos sexuales de sus maridos, sus quejas y sus anhelos en silencio, desde la distancia de lo ajeno. Pedro descubrió lo que ya sabía: que el placer lo lograba contemplando el vaivén del culo de su mujer, no antes ni después. Que el amor se lo hacía por no defraudarla, en un alarde de generosidad sexual, y que la espuma del Fairy le escocía si caía donde no debía. Lo mejor de cada día, lo que merecía la pena esperar y dedicar toda la mañana a la cocina, era ver el culo de su mujer mientras fregaba.
Uno y otra tomaron sus medidas. Un día, de no hace tanto, Concha dejó de ajustarse los tejanos y dejó de volverse al silbido de la cafetera mientras su marido le besaba la nuca y le geografiaba los cachetes, derecho izquierdo, del culo. La bronca llegó antes, pero sólo ese día.
Al siguiente, cuando la cafetera silbó, las manos estaban en su sitio y los restos del pollo al chilindrón navegaban por la tubería; Pedro desapareció antes de lo previsto. Sonó el grifo del cuarto de baño. Sin pelea. "Levántame a las siete", "hoy ha llamado tu madre", "cómprame un paquete de tabaco cuando salgas", "hay un microondas de oferta", "pon al día la cuenta". Y hasta la noche. Y hasta el día siguiente.
Concha, en el súper, desembalando una tostadora para la exposición, dedujo que algo fallaba, que el repentino cambio de comportamiento de Pedro no se debía a la casualidad. Ideó un plan. Ese mismo día fingiría ser la de siempre, se ajustaría en los tejanos que provocaban el temblor, y casi la amputación, del carnicero, y comenzaría a fregar. Pedro, en tanto, preparaba un complicadísimo plato griego; los cacharros sucios se apilaron hasta cubrir la imitación de granito de la encimera. Más tiempo de placer.
Al tercer plato Concha se giró y lo descubrió. Allí estaba Pedro: media cabeza asomada, despeinado, las gafillas empañadas balanceándose en la punta de la nariz, encogido como una gata en celo, masturbándose con los ojos puestos en ese culo que tanto había sobado. Un vaso pintado de espuma no acertó su objetivo. Ni café ni cigarrillo y pelea, mucha pelea, pelea de la buena. Se escupieron todos los reproches acumulados en los cinco años de matrimonio. Pedro justificaba con reproches de los que duelen su comportamiento. Concha lo humillaba con reproches de los que escuecen. Guerra zodiacal...
(El final de este relato se puede leer en la antología Hank Over).
2 comentarios:
Qué bueno eres, jodío. ¡Magnífico!
Besos
y eso que no he puesto el final... que es lo mejor... ja, ja.. tú sí que eres grande¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
Publicar un comentario