Me confieso. Mantengo una permanente batalla con el sueño. No es nada nuevo, forma parte de mi naturaleza. No me medico, no desespero, domestiqué mi ansiedad, simplemente espero. Muchas de estas noches, acudo a la lectura, me refugio en una nueva historia, en sus personajes. En muchos casos, el antídoto no hace más que alimentar la enfermedad y las páginas se suceden sin freno, hasta el amanecer. Estas horas de espera, en mi particular caso, serían magníficas para dedicarlas a la escritura. No tardé en desistir. La escritura es un ejercicio mental de primer orden –incluso para mí-, no te relaja: te altera. En mi caso, mucho más que una buena novela. Cuando lo hacía, y una nueva idea o situación me atrapaba, no podía dormir hasta no haberla desarrollado por completo. Ver la televisión puede ser una opción, y eso que la programación nocturna no ayuda demasiado. Cuando aún no controlaba mi insomnio, fumaba en exceso, trataba de calmar los nervios de la espera con un cigarrillo entre los labios, acudiendo a la nicotina como aliada. Fumaba y fumaba. Tilas y demás infusiones cuentan con una leyenda que mi organismo no acata. Durante un tiempo conté ovejas, goles, nombres, países, números, títulos de libros o de películas… pero me acabé aburriendo, lo conté casi todo meses después. En los últimos tiempos, porque mis tácticas contra el insomnio cuentan con sus propias modas y tendencias, en las esperas nocturnas fabrico mi propio y particular cuento de la lechera. Cuentos que siempre parten del mismo axioma: acierto la combinación ganadora de la Primitiva, Euromillones, Cuponazo o similar.
Habitualmente, los diferentes medios de comunicación nos informan de nuevos y repentinos millonarios, personas anónimas que pasan a contar con varios millones de euros en sus cuentas corrientes. Nuevos millonarios que nos pueden llegar a resultar muy cercanos: ese vecino con retranca y bufido matinal, aquella cajera del súper, el portero del colegio, el abuelo de nuestro mejor amigo… Dos millones de euros, cuatro, sesenta… cantidades astronómicas, sobre todo si las trasladamos a mis añoradas pesetas. Por suerte, ya pasó aquella época en la que soñaba que regresaba la peseta. Eran sueños felices, lo admito; tal vez sea un sentimental. En mi cuento de la lechera nunca me planteo que me pueda tocar un premio de tales dimensiones, y esbozo mis particulares teorías al respecto. No deberían dar premios tan grandes, es preferible que toque menos, pero a más gente, digo. Tener tanto dinero es un auténtico problema, te cambia la vida, acabas en el psiquiatra y rodeado de guardaespaldas, razono. Soy más modesto, sí, puede que por desconfianza en las mínimas probabilidades que dicta la estadística, aquella que dice que es más fácil que te alcance un rayo, menuda la gracia. Mientras espero a que el sueño llegue, pienso en premios más o menos normales, un millón de euros, ochocientos mil –euros-, cosas de este tipo. Visto sobre el papel, tampoco me conformo con poca cosa, qué demonios. Entonces, empiezo con mis cuentas, sobre lo que me rentaría ese dinero en el banco, el sueldecito que me ofrecería anual y mensualmente. Y, duermevela, dentro de un sueño prefabricado, en un extraño limbo entre los estados, soy feliz escondiendo el despertador en un cajón.
El relato de la lechera, según lo que tarde en conciliar el sueño, cuenta con diferentes ramificaciones o formulaciones, dependiendo del premio obtenido. Me encanta esa parte del cuento en la que me pongo a repartir euros como si fueran caramelos entre mis seres queridos. Una ampulosa felicidad me embarga. También puedo llegar a padecer el atrevimiento de extrañas inversiones y negocios que me conducen a la ruina y a madoffs camuflados que se apoderan de malas maneras de mi pequeña fortuna. Curiosamente, cuando por fin el sueño me envuelve en su placentero abrazo, el cuento de la lechera desaparece, nunca me acompaña mientras duermo. La peor señal, si es cierto aquello de que los sueños siempre se cumplen. Cuando despierto, normalmente mucho antes de lo que desearía y necesitaría, mientras me ducho regreso al cuento de la lechera que inventé en el duermevela. Y cada mañana, todas las mañanas de cada día, piso la calle con dos grandes propósitos que cumplir: dejar de fumar y dedicarle cinco minutos al boleto de la Lotería Primitiva. Enciendo un cigarrillo mientras reviso este artículo. Los cinco minutos, tal vez mañana, cuando suene el despertador, que nunca ha dormido en el cajón.
El Día de Córdoba
No hay comentarios:
Publicar un comentario