Lo
reconozco, se me da fatal esto de las fases, las desescaladas y demás
nomenclaturas de la actualidad. Si alguien me pregunta qué se puede
hacer o no desde este lunes, no sabría que responderle, la verdad.
Para esas cosas necesito del día a día, de alguien que me lo diga.
Y no es por pasotismo, por desidia o por aburrimiento, es porque no
me entero -sencillamente-. Por ejemplo, no me entero de lo que hablan
cuando se refieren a círculo de confianza, porque a mí quien se me
viene a la cabeza es Robert De Niro, en aquella comedia con Ben
Stiller. Tampoco me entero de los aforos, porque nos podemos pegar, y
hasta arrejuntar, y por lo visto hartarnos de cerveza hasta las tres
de la madrugada, lo nunca visto, pero los teatros, las salas de
conciertos y los cines tienen que parecer desiertos. Eso no lo
termino de comprender. Pero eso da igual, habiendo Primitiva,
Bonoloto y Euromillón, habiendo Liga, que el fútbol ya está aquí,
con aficionados robots y todo, y, sobre todo, habiendo bares, todo lo
demás da igual, exactamente igual. Que no se pueden presentar
libros, que no hay recitales poéticos, que los museos siguen
cerrados, que va a ser muy difícil que haya actuaciones en directo
en un tiempo, y qué más da, en eso seguimos siendo y estando igual.
Al final no se va a diferenciar tanto la nueva normalidad de la vieja
normalidad, y es que hasta se parecen mucho. Gemelos que han salido
los niños. En los peores días de la pandemia, cuando escuchaba a
alguien decir eso de que esto nos iba a ser mejores me daban ganas de
reír, a carcajadas, o de recomendarle muy seriamente tratamiento
psicológico. ¿Mejores? ¿de verdad alguien creyó eso? ¿En base a
qué, por qué, es que no nos conocemos? Si el Congreso es el reflejo
de España, si es como esa lata de tomate concentrado que ha chupado
el jugo de 15 kilos de tomates, que no lo creo, basta con revisar lo
sucedido esta misma semana para darnos cuenta, constatar, que esto no
nos ha hecho mejores.
Las
desgracias, porque esto ha sido una desgracia, con letras mayúsculas
-pero yo no se las voy a poner-, nos pueden endurecer, resabiar,
hacernos más cautos y precavidos, menos confiados, pero no
necesariamente mejores. O lo que yo entiendo por mejores, claro, que
eso ya sería otro debate. Que sí, que aprendemos una lección, pero
a lo mejor entregamos demasiado a cambio y el precio no nos merece la
pena. Pero seamos optimistas, aunque seamos españoles, que hasta
somos capaces de eso, y pensemos que lo peor ya ha pasado. Podemos
salir a la calle, sin horarios, sin límites, o eso he creído
entender. Esto lo digo, sobre todo, por esos vecinos míos que siguen
como zombis pandémicos dando vueltas y vueltas en la azotea, con la
que está cayendo. Temo que llegue el día en el que suba a la azotea
y solo encuentre, recuerdo de lo que fueron, una gafas o unas
deportivas derritiéndose bajo este tiránico sol que nos abrasa. En
definitiva, abajo el pesimismo y retomemos el optimismo, aunque solo
se trate de un placebo, de un engaño, pero ya está bien de este mal
rollo, de este tufo permanente y de ese adorar al gran cascarrabias.
Optimismo, por favor, a espuertas, una sobredosis. Que con el
optimismo no se come, claro, eso ya lo sabemos todos, pero al menos
se padece un poco menos y hasta descubres algunos colores que te
alegran el día, aunque solo sea durante unos pocos segundos.
Azaña
dijo algo parecido a que si los españoles hablásemos solo de
aquello que sabemos, se produciría tal silencio que nos permitiría
pensar. ¡Pensar! ¡Silencio! ¡Españoles! A pesar de la utopía, y
hasta de la ciencia ficción, yo me adhiero a la fórmula del sabio
político. Y es que tal vez ha llegado el momento de hablar menos y
pensar más. O mejor, hablar solo justo, y después de haberlo
pensado. Esa sería la gran combinación, la que de verdad nos haría
mejores, muy mejores, a todos. Que seamos mejores por elección
propia y no porque una desgracia, sea del tamaño que sea, nos lo
imponga. No es un mal proyecto, todo lo contrario. Hasta saliendo
mal, solo con intentarlo, ya habrá merecido la pena.
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