Estamos
cruzando la puerta, pero no sabemos lo que nos aguarda a continuación. Nos lo
repiten una y otra vez. Todo será diferente. Nada será como antes, llega lo desconocido.
Un nuevo tiempo. Y ante todas estas proclamas, ante semejantes vaticinios
-tiempo de gurús, videntes e idiotas-, yo me pregunto: ¿qué mundo tan cutre y
escuálido habíamos construido, después de tantos y tantos años, después de
tanto y tanto currar, que no soporta un mes o dos de inactividad? Si no
tuvieras ahorros para subsistir durante un mes, después de llevar años
trabajando, todos dudarían de tu capacidad, de tu eficacia y de tu yo qué sé,
no hablaría bien de ti, en cualquier caso. Quién no se ha roto una pierna, un
hombro, o lo han operado de una hernia, o de un ligamento o de lo que sea, y se
ha tirado un mes o dos de reposo, convaleciente, y eso no ha supuesto que su
vida se haya transformado en otra cosa absolutamente diferente -o que haya acabado-.
Pues nada, parece que esos ejemplos con nuestro sistema no valen, o nos dicen
que no vale. Si el cambio es a mejor, pues mira, hasta lo compro, pero si va a
ser para hacer lo de siempre, pues ya tengo mis reservas. ¿Recordamos la gran
crisis financiera de 2008? Esa que generaron unos pocos y que pagamos todos,
esa misma. ¿Recordamos las proclamas y augurios de aquellos días? Pues eso, que
el resultado fue que los que la liaron parda, los que reventaron la burbuja a
costa de inflarla -al mismo ritmo que inflaban sus bolsillos- acabaron siendo
los grandes beneficiados y los estafados, los que nunca fuimos a las salas VIPS,
los que no tuvimos cuentas en Panamá, ni segundas residencias ni coches de gama
alta ni acciones ni tantas y tantas cosas acabamos, de rodillas, bayeta en
mano, limpiando los churretes de una fiesta a la que nunca fuimos invitados.
Estamos
cruzando una puerta de considerable grosor, me temo que nos va llevar un tiempo
y que, finalmente, cuando creamos ver la luz, la veremos muy lentamente, como
si se tratara de una secuencia rodada por Bergman. Mientras eso sucede,
propongo que aprovechemos este momento para recuperar o restaurar emociones,
contactos, que hemos olvidado en el tiempo. Estoy seguro que este prolongado
confinamiento propiciará que haya un aluvión de separaciones y divorcios -para
quien pueda pagarlo, claro-, pero creo que también traerá renovación de
enamoramientos, o enamoramientos, a fin de cuentas; redescubrir sensaciones,
pasiones del pasado, que la rutina, eso que llamamos el día a día, se empeña en
esconder -en el armario de los sentimientos-. Y algo parecido nos puede suceder
con nuestros hijos. Yo estoy disfrutando mucho de mi familia estos días. Apenas
hablo por teléfono, prefiero hablar con ellos. Muchas horas hablando,
contándonos de todo, y larguísimas tardes de juegos, parchís o Monopoly, en las
que no paramos de reír, de saltar y brincar con las jugadas más decisivas. En
un principio lo entendí como meros pasatiempos con los que mejor sobrellevar el
confinamiento, pero hoy ya lo considero como un regalo, tal vez el único, de
este tiempo extraño y atroz.
Estamos
cruzando la puerta y todavía no somos capaces de adelantar lo que nos
encontraremos a continuación -salvo los gurús y los idiotas, claro-. No sabemos
si habrá luz, o por el contrario la oscuridad nos cubrirá. No sabemos si nos
encontraremos ante un nuevo mundo o más de lo mismo, que es el temor de tantos,
mi gran temor. Nos encantan los hashtag de buenas intenciones, #unidos
#solidaridad #venceremos, del mismo modo que nos gustan las películas malas con
final feliz, pero a la hora de la verdad lo mío es mío y mis privilegios son
mis privilegios y los quiero conservar todos, por encima de todo y todos. Y así
es muy difícil que este barco en el que llevamos navegando durante tantos y
tantos años siga a flote. Por eso, en mi casa al menos, mientras cruzamos la
puerta, hemos optado por fijar las juntas, por elevar el nivel de flotación,
vaya que luego la marea o lo que sea, sea mayor de lo que imaginamos.
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