Hay días en los que cuesta enfrentarse a la pantalla en
blanco, muchos días, y por los más diversos motivos. No todos son tristes, o
lastimosos, dolorosos los motivos. A veces es difícil porque esta vida nuestra
tiene expresiones maravillosas, esos ratitos buenos que son tan escasos, esos
sentimientos que a veces disfrutamos, esos besos, esas caricias, palabras que
nos llenan, gestos que nos erizan la piel. A veces cuesta enfrentarse a la
pantalla en blanco porque lo que el exterior nos ofrece, la vida real al otro
lado de la ventana, puede llegar a ser maravillosa y es preferible disfrutarla
que describirla, es preferible sentirla que imaginarla. Es preferible vivir que
escribir. A mí, afortunadamente, me sucede mucho, y me siento un privilegiado
por ello. Cambio una obra escueta, menguante incluso, por una vida plena, y lo
contrario no me apetece sentirlo, por muchos premios, lectores o dinero que me
aguardaran al otro lado. Las canas te enseñan el camino de la relatividad,
aprendes el precio de las cosas, de los momentos, tienes plena conciencia de tu
oficio, profesión o cómo diablos se llame esto. Y lo que se llame esto, y no es
humildad, solo aceptación de la realidad, no es tan importante, si Vargas
Llosa, Cercas, Vilas, Fernández Mallo, Aramburu, el mismísimo Houellebecq o
yo mismo no volvemos a escribir una línea, si no volvemos a publicar un libro,
un artículo o un poema no pasará absolutamente nada, nada de nada. Un
pequeño/gran disgusto para unos pocos, tal vez una alegría para alguno, pero no
se quemarán contendores en las calles ni nadie buscará arena bajo los
adoquines, no. Nadie morirá por ello, tampoco nadie sanará, somos la brisa de
los días, a veces una caricia, poco más, un segundo en la insignificancia. En
un instante imperceptible. No somos tan importantes, y quien pretenda serlo,
quien presienta o sienta tal importancia es que no tiene los pies en el suelo y
levita sobre su propia arrogancia.
Me enfrento a la pantalla en blanco mientras una niña de
rubio pelo rizado y aspecto angelical se enfrenta a la enfermedad en la aislada
habitación de un hospital. Que las palabras no surjan, que las ideas se
desvanezcan, que los dedos estén paralizados, es un mal insignificante que no
estoy dispuesto a catalogar.
Me enfrento a la pantalla en blanco mientras miles de inocentes siguen muriendo
en el mar, devorados por sus frías entrañas, solo por haber cometido el error,
el gran pecado, de haber nacido en un país diferente al nuestro. Me enfrento a
la pantalla en blanco con los ojos metidos en la niebla, en la espesura de un
inmediato futuro que huele a naftalina y anís seco, a betún de limpiabotas, a
tocino y bacalao, a mal pasado, a ese ayer que no creíamos de vuelta y que nos
acecha en el siguiente paso. Me enfrento a la pantalla en blanco, esta vez, con
la intención de tatuarla de palabras e ideas que llevan demasiado tiempo
retenidas por motivos que me sigue costando enumerar.
Tal vez el mundo se rige por ese incomprensible y absurdo
orden que nos ofrece Marie Kondo desde su tronera digital. Ese mundo en el que
parece que todos tenemos un lugar escogido en el que ubicarnos, pero yo sigo
viendo el almacén patas arriba, completamente desordenado y me paso la vida
abriendo cajas con la esperanza, como si me tratara de un Forrest Gump, de
encontrarlas llenas de bombones. Pero no hay bombones para todos, ni cajas, y
me temo que tampoco hueco. Pico y pala para construirnos uno, aunque sea en la
fría humedad de la cueva más profunda, aunque no tenga puertas ni ventanas.
Pero como las pequeñas plantas que milagrosa e incompresiblemente crecen en las
grietas del cemento, la vida y sus sonrisas siguen estando ahí, tan cerca y tan
lejos como nosotros mismos las veamos, al alcance de la mano o a mil
kilómetros. Ese es el reto, escapar del cemento, de todo lo frío y duro, y
buscar tu lugar en este mundo.
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