Nunca podría haber llegado a imaginar que mis artículos de
las Copas de Europa conquistadas por el Real Madrid se convirtieran en una
especie de rutina anual. Feliz y extraordinaria rutina. Lo he explicado en
alguna ocasión, soy madridista porque mi padre lo era y porque cuando era un
niño nuestro Córdoba transitaba entre la Tercera División y la Segunda B, en el
mejor de los casos. Y aún así disfrutaba mucho de aquel Córdoba, recuerdo a la
perfección el delirio colectivo que provocó el ascenso que le ganamos al
Valdepeñas, con viaje incluido en tren. Aquel legendario gol de Valentín.
Espero que sigamos celebrando la permanencia, cuando lea estas palabras. Iba a
los partidos del Córdoba, he sido socio durante muchos años, y disfrutaba de
los partidos del Real Madrid por televisión, cultivando ambas aficiones. Tal y
como mis amigos las compaginaban con el Barcelona, el Atlético o Athleti. Algo
que es muy frecuente, si nos paramos un instante a pensarlo, en todas aquellas
ciudades que no están acostumbradas a tener un equipo estable, y no solo
ocasionalmente, en Primera División. Cada vez que el Madrid ganaba una Copa del
Rey, de la UEFA o una Liga, mi padre me decía que eso no era nada, que él había
visto ganar seis Copas de Europa y que eso era la leche. Y tanto que lo es. Tal
vez por eso me recuerdo llorando a moco tendido en esa final que perdimos
frente al Liverpool, precisamente, con aquel equipo tan greñoso como ramplón,
capitaneado por media docena de Garcías, como si se hubieran escapado del poemario
de Pablo García Casado. Ese Madrid de Luis de Carlos que tan pocas alegrías nos
dio, especialmente en el ámbito internacional, donde el equipo blanco ya no era
lo que fue. Con la llegada de Mendoza, sus machos y la Quinta del
Buitre la cosa mejoró, en cuanto a competiciones nacionales, en Europa nos
tuvimos que conformar con un par de UEFAS, ganadas más por corazón que por
juego, tras algunas remontadas que combinaban lo milagroso con lo heroico.
La Copa de Europa seguía siendo esa punzante espina
clavada en lo más profundo del corazón madridista. Para los que hoy contemplan
y disfrutan esta supremacía continental, recordarles que hubo un tiempo no tan
lejano en el que los partidos europeos, sobre todo los que jugábamos lejos del
Bernabéu, eran una especie de pesadilla, cuando no una tortura. Lo frecuente
era que nos cascaran y que como mucho en cuartos nos despidiéramos de la
competición. Parecía que una maldición, tan efectiva como duradera, se había
instalado en el club merengue, y durante años contemplábamos el gran trofeo
europeo como una quimera imposible. Pero llegó Mijatovic y su milagroso gol
contra la Juve y con él nuestra primera Copa de Europa en color. Y llegaron el
golazo de Zidane, el baño al Valencia,
las agónicas victorias contra el Atlético, la goleada a la Juve de
Buffon y esta venganza consumada contra el Liverpool de Salah, Klopp y Karius,
gran protagonista de la final a su pesar. Ni Sinatra en sus mejores tiempos ha
alcanzado tales parámetros de entonación. Vaya manera de cantar, y hasta de
berrear.
La pasada noche de la final de Kiev, me acordé
mucho de mi padre, de todas las finales que vimos juntos y en las que me
recordaba las Copas de Europa que había disfrutado antes de que yo naciera.
Seis. Daría lo que fuera por tenerlo delante y decirle que ya he visto siete,
todas en color, y que me habría encantado que las hubiéramos celebrado juntos.
Y es que a pesar del impresentable egocentrismo de Ronaldo, los infantiles
comportamientos de algunos jugadores –recordemos: son futbolistas, no
científicos o intelectuales-, a pesar del dinero desmedido, de la prensa
cavernaria y de los ultras, el fútbol tiene mucho de sentimiento, de emoción,
de remover recuerdos, de éxtasis incluso. Hace casi cuatro décadas yo era un
niño que lloraba a moco tendido viendo como su equipo perdía una Copa de Europa
frente al equipo que ganamos la pasada semana, el Liverpool. Un grandísimo
rival, tanto en historia como actitud. En cierto modo el fútbol es como la
vida, y lo realmente importante no es la altura en la que se encuentre la
noria, eso es lo de menos. Lo importante es estar dentro, seguir girando,
subido en la noria. Y en la despedida me doy cuenta que se puede alabar a tu
equipo sin vilipendiar al contrario, vaya, y yo que pensaba que se trataba de
un deporte para salvajes.
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