Horrorizado, conmocionado, sobrepasado,
desconcertado, amenazado, desconsolado, no encuentro una palabra con la
suficiente entidad, con la suficiente precisión, para describir cómo me siento,
cómo nos sentimos, porque entiendo que nos hieren y escuecen a la mayoría por
igual las noticias de las últimas semanas, me refiero a las supuestas
violaciones de menores a otros menores, uno de ellos con discapacidad
intelectual, en las provincias de Jaén y Málaga. He de reconocer que he sentido
un pinchazo en el estómago algunas mañanas cuando he dejado a mi hija pequeña
en el colegio, como si tras la puerta le aguardara la jungla, lo desconocido,
lo peligroso. En cierto modo, me he colado bajo el pellejo de esos padres, y no
sé todavía si es peor que tu hijo haya sido el agredido o el agresor. No sé que
me consumiría más por dentro. Tal vez que uno de mis hijos fuese uno de los
agresores, ya que eso me deformaría hasta el infinito en mi faceta de padre. Es
muy complicado ser padre o madre, muy complicado, no nos dejaron el libro de
instrucciones, y la experiencia de nada sirve: son nuestros hijos pero también
lo son del tiempo que les ha tocado vivir, y, por tanto, su infancia y juventud
es completamente diferente a la que nos tocó vivir a nosotros. Aún así,
estableceremos analogías erróneas que no vienen al caso. Insisto, es muy
complicado ser padre, en este tiempo presente, pero también lo fue en el
pasado, como lo será en el futuro. No nos creamos que lo tenemos peor que
cualquier otra generación de padres que haya existido o existirá. Será o fue
diferente, pero igualmente difícil. Y esa dificultad no puede desembocar en una
renuncia, no expresa pero sí real, a ser padre o madre. Me temo que renunciamos
con demasiada frecuencia y ante la menor adversidad.
Me encantó una campaña de fomento de la lectura que
pudimos ver hace unos años en la que se nos mostraba a unos niños leyendo
porque sus padres también lo hacían. Aunque entes independientes, nuestros
hijos proyectan mucho de lo que les inculcamos, de lo que ven y viven en casa y
en su entorno más directo. Y no nos rasguemos las vestiduras, seamos sinceros,
pueden ver a padres y madres que fuman, que beben alcohol, que juegan y
apuestan dinero, que se pasan el día en las redes sociales, que insultan al equipo
contrario o que asesinan a doscientos “malos” en un videojuego. Y también
pueden acceder a la pornografía que almacenamos en nuestros ordenadores o
móviles, la mayoría de las veces vía WhatApps, porque les dejamos nuestros
móviles mientras pretendemos que nos dejen un rato tranquilos. También
tenemos derecho, nos justificamos. Y como queremos vivir tranquilos,
procuramos pronunciar las menos de las veces la palabra NO, como si hacerlo
fuera un acto cruel e inconcebible hacia con ellos. Todo esto lo hacemos porque
tenemos la plena seguridad de que nuestros hijos son exactamente iguales que
nosotros, y si nosotros no hemos caído en ninguna adicción, no somos unos
asesinos en serie o unos maltratadores, damos por hecho que nuestros hijos
tampoco lo serán. Y si no es así, si no son como nosotros queremos, ahí están
el Gobierno, la Junta, el Ayuntamiento o el sistema educativo para
responsabilizarlos de sus comportamientos, porque no es nuestra
responsabilidad. Nosotros lo hemos hecho todo bien, les hemos dado todo eso que
nosotros no tuvimos con sus edades. Y es que les hemos dado, en multitud de
ocasiones, hasta lo que no han pedido.
Lo queramos o no, somos como peces, y crecemos según la medida del
entorno que nos acoge. Sin contar con toda la información, estoy seguro que los
entornos han condicionado a estos niños que ahora juzgamos con tanta dureza y
severidad. Tengamos en cuenta, en primer lugar, que son menores, con todo lo
que esto supone, y el que hayan cometido una monstruosidad no los convierten
automáticamente en monstruos de por vida. ¿Los condenamos ya para los restos?
¿Con 12 ó 14 años no se puede reconducir una persona? ¿Creemos en la capacidad
regeneradora de la educación? Obviamente, no existe una varita mágica, como
tampoco hay eximentes totales de culpa, todo y todos tienen parte de la
responsabilidad. Pero la mayor responsabilidad, tengámoslo claro, la tenemos
nosotros, los padres y las madres, la familia en su conjunto. Y esquivarla, no
asumirla, es condicionar, y cuando no mermar, el futuro de nuestros hijos. Con
nuestros aciertos y nuestros fracasos, conscientes de la dificultad que
entraña, no renunciemos a ser padres y madres, porque esa función, plenamente,
no la podrá realizar nadie más.
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